A continuación, exponemos la doctrina verdadera
acerca de la relación entre las obras y el mérito en la explicación bellísima
del Cardenal Cayetano, 1532, primera parte.
Sobre las
ObrasPostura de los luteranos sobre las
obrasPositio Lutheranorum de operibus
Enseñan los luteranos que nuestras obras no merecen ni la
gracia ni la vida eterna, ni satisfacen tampoco por los pecados, porque Cristo
nos mereció muy suficientemente la gracia de la remisión de los pecados y de la
vida eterna y satisfizo muy suficientemente por todos. Por eso, no es lícito
decir que nuestras obras merecen la gracia (o remisión de los pecados), ni la
vida eterna, ni que satisfacen por nuestros pecados. Decir eso sería hacer un
agravio a Cristo, pues es una blasfemia atribuirnos a nosotros mismos lo que es
propio de Cristo, y sería quitarle valor al mérito satisfactorio de Cristo, ya
que si le hiciesen falta nuestros méritos y satisfacciones, sería insuficiente.
Apoyan esta afirmación con muchos textos de la Sagrada Escritura. En primer
lugar, prueban que nuestras obras no merecen la remisión de los pecados con lo
que dice San Pablo a los Romanos y a los Gálatas, de que no somos justificados
por las obras sino por la fe, según lo que dice Abaduc 2, 4: el justo vivirá de
la fe.
Y luego con lo que le escribe a Tito [3, 5]: nos salvó no por las
obras de justicia que hicimos, sino según su misericordia, y con lo que les
escribe a los Efesios 2, 8:con la gracia habéis sido salvados por la fe, y eso
no por vosotros sino que es un don de Dios, y no por las obras, para que nadie
se enorgullezca.
Que no merecemos la salvación por las obras sino por un don
de Dios, se apoya en lo escrito a los Romanos 6, 23: la paga del pecado es la
muerte y la vida eterna es un don de Dios.
Y para lo mismo y para probar
igualmente que las obras, por muy justos que seamos, no satisfacen por los
pecados, se añade aquello de San Lucas 17, 10: cuando hayáis hecho todo lo que
os está mandado, decid siervos inútiles solitos, "hicimos lo que teníamos que
hacer".
Si los que hacen todo lo que Cristo les manda son siervos
inútiles, no merecen entonces recompensa; y por lo tanto, mucho más inútiles
serán para satisfacer los que no han guardado todos los demás mandamientos sino
que necesitan satisfacción por sus pecados.
En cuanto a los textos con
los que se manifiesta la suficiencia del mérito de satisfacción de Cristo para
nosotros, podemos omitirlos porque en esto no hay discusión.
Por
consiguiente: los luteranos enseñan que hay que practicar las buenas obras
porque han sido mandadas por Dios y porque son frutos de la fe que justifica, no
porque merezcan para la vida eterna ni porque sean satisfactorias por los
pecados.
Qué se entiende por ‘mérito’ y de qué modo se entiende
en el tema que tratamos
Quid et quomodo intelligatur meritum in
proposito
Antes de declarar si nuestras obras son o no meritorias,
hay que explicar brevemente qué significa el «mérito» y cómo entienden los
teólogos que se dé en nuestras obras según el tema que tratamos. Se llama mérito
a la obra voluntaria, tanto interna como externa, a la que en justicia se le
debe una retribución o premio, según dice el Apóstol a los Rom. 4, 4: al que
obra, la retribución no se le imputa como un favor sino como algo que se le
debe.
El mérito supone entonces cuatro cosas, a saber: la persona que
merece; la obra voluntaria, que es el mismo mérito; la retribución debida al
mérito; y la persona que da la retribución, pues en vano merecería alguien si no
mereciese de alguna persona la retribución que se le debe dar. Y corno aquí se
trata de nuestro mérito ante Dios, hay que explicar como es que los hombres
merecen de parte de Dios una retribución por su obra.
Parece difícil que
en justicia Dios le deba una retribución a nuestra obra, porque entre nosotros y
Dios no hay relación de justicia en sentido simple y absoluto, según aquello: No
entres en juicio con tu siervo, Señor [Sal. 142, 2], sino que la relación de
justicia se da sólo en cierto modo, mucho menor que la que hay del hijo hacia su
padre o de un esclavo hacia su dueño, puesto que nosotros somos más pequeños en
relación a Dios que un esclavo humano en relación a su dueño humano, o que el
hijo en relación al padre que lo engendró según la carne. Por eso, si es cierto,
como se dice en el libro 5 de la Etica, que entre el esclavo y su dueño, y el
padre y su hijo, no hay una relación de justicia sencilla y absolutamente sino
sólo en cierto modo, mucho menos la habrá entre nosotros y Dios.
Como todo lo qué es del esclavo es de su dueño y el hijo no
puede devolverle lo equivalente a su padre, se niega que entre el dueño y su
esclavo, y el padre y su hijo, haya relación de justicia sencilla y
absolutamente. Con mucho más motivo, todo lo que es del hombre es de Dios, y
mucho menos puede el hombre darle a Dios lo equivalente.
Por consiguiente, el hombre no puede merecer algo de parte de
Dios de modo que se le deba en justicia, a no ser que se le deba con una
justicia tan atenuada que sea muchísimo menor que la relación de justicia del
dueño a su esclavo y del hijo a su padre.
Con todo, esta relación de justicia tan atenuada ni siquiera
se halla entre el hombre y Dios de modo absoluto -porque hablando absolutamente,
toda obra voluntaria buena del hombre se le debe a Dios, y cuantas más y mejores
obras, internas o externas, posee el hombre, más se las debe a Dios, puesto que
el mismo Dios es quien obra en nosotros el querer y el llevarlo a cabo [Fil. 2,
13] y todas nuestras obras-.
Sino que, este deber de justicia atenuado entre el hombre y
Dios existe por la ordenación Divina con la que Dios ha ordenado que nuestras
obras sean meritorias de parte de El. Esto se prueba, porque cuando el hombre
merece algo dé parte de Dios, Dios no se hace ni es deudor del hombre, sino de
Sí mismo; si por el contrario, este deber de justicia atenuado existiese entre
el hombre y Dios de modo absoluto, Dios le debería al hombre la retribución que
mereció; mas está claro que Dios a nadie le debe, como dice San Pablo a los Rom.
II, 35: ¿quién le dio a El primero para que se le retribuya?
De modo que Dios se debe sólo a Sí mismo el cumplir su
voluntad con la que le confiere a la obra humana que sea meritoria, dándole al
hombre la retribución de su obra.
Esto es algo cierto y fuera de duda, hablando de modo simple
y absoluto; pero por otra parte se da por supuesto el acuerdo hecho entre Dios y
el hombre sobre una cosa, pues así como entre los hombres si un dueño cierra un
trato con su esclavo de ahí nace un deber de justicia entre ambos, así si Dios
se digna hacer un pacto con el hombre de ahí nace una obligación entre ambos
sobre lo que quedó pactado. A menudo leemos en el Antiguo Testamento que Dios se
dignó hacer pactos con los hombres.
En Génesis 9, 11 está escrito el pacto de Dios de que ya no
habrá más un diluvio universal. En Génesis 15, 18 Dios hizo un pacto con Abraham
sobre la tierra de Canaán que le iba a dar a su descendencia. En Génesis 17, 4
se cuenta el pacto de la circuncisión y en Éxodo 24, 8 Moisés dice: Esta es la
sangre del pacto, etc. También en Jeremías 31, 31-33 Dios habla claramente del
pacto de la nueva y antigua ley.
En el nuevo Testamento, nuestro Salvador muestra a Dios en la
figura de un padre de familia que lleva a los obreros a la viña y que conviene
con ellos sobre la paga diaria, como queda claro en Mateo 20, 2: habiendo
convenido en un denario por día, los envió a la viña; y luego: ¿acaso no os
pusisteis de acuerdo conmigo?
Con esto queda claro que la razón de mérito, incluso en
justicia, puede halla sé en nuestras obras con referencia al premio, sobre el
cual Dios hizo un acuerdo.
Desde luego, hay que saber que por mucho que
intervenga un pacto entre Dios y el hombre sobre un premio, Dios nunca va a ser
ni es deudor nuestro, sino deudor de Sí mismo, de modo que una vez hecho el
acuerdo, a nuestras obras se les debe el premio que se convino, pero no por eso
Dios es deudor de nosotros sobre ese premio, sino de su voluntad antecedente con
la que se dignó hacer un pacto con nosotros y por eso con mucha verdad decirnos
que Dios no le debe a nadie sino a Sí mismo.
En nuestras obras, con relación a Dios, podemos hallar
entonces una doble razón de mérito: o según un derecho atenuado o según un
acuerdo, y así nunca nos debe nada a nosotros. He dicho esto para que se
entiendan todos estos términos cuando se usan para hablar de nuestros méritos
ante Dios