A menudo basamos nuestra vida cristiana en una espantosa convicción: que no llegaremos a ser santos.
Y nos acomodamos a ella, y rezamos por si acaso, o para cuando cambiemos de certidumbre.
Es una forma carnal de vida cristiana. Es falta de confianza en Quien nos puede santificar y lo hará, si nos determinamos a dejarle hacerlo.
Y así realizamos obras de apostolado, reuniones, veladas, catequesis... como queriendo pero sin querer de verdad,
porque asumimos que no seremos capaces de sudar sangre, de someternos a los suplicios del Testimonio, de macerar nuestra carne como la maceraron los santos. Somos menos que ellos, nos autoengañamos minusvalorando la Gracia y sobrevalorando el mal.
No queremos creer que somos capaces por Gracia de hacer y padecer todo aquello que Dios nos mande, sea lo que sea, y cueste lo que cueste.
Así pensamos, y así morimos a la Gracia, poco a poco, en proporción creciente de tibieza.
¡Despertemos de la intoxicación de la desconfianza, que nos vuelve tan horrorosamente mediocres!
Dejemos de decir: qué difícil es esto y lo otro en la vida cristiana.
¡Todo lo podemos!
La Gracia es poder de Dios.
No importa el mal que padezcamos,
sólo importa la confianza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario