jueves, 11 de agosto de 2011

¡Conviértenos, Señor, y nos convertiremos!

En el capítulo 5 de las Lamentaciones, ante el pecado, abandono y calamidad del Pueblo de Dios, exclama el profeta:

21 ¡Vuélvenos hacia ti, Señor, y volveremos!

No dice el autor sagrado, a secas: "volveremos a Ti". Sino: Vuélvenos a Ti, Señor, y volveremos.

En la Vulgata dice:

21 converte nos Domine ad te et convertemur

Es decir, conviértenos, Señor, y nos convertiremos a Ti.

Pide al Señor que les convierta. ¿Es que acaso ellos no pueden convertirse por sí mismos, ellos solos? ¿Tiene el Señor que convertirles primero a ellos, para que puedan convertirse a continuación?

Así es. La iniciativa y el poder son siempre del Señor.

Por eso piden que les vuelva a Él. Que cambie la dirección de sus pasos. Están perdidos, desolados por sus pecados. Alejados del Señor. Y no dicen: nos volveremos a Ti, sino:

Vuélvenos a Ti, y entonces, una vez que Tú, Señor, nos conviertas, nos vuelvas a tu seno, a tu abrazo misericordioso, a tu Poder, nos tomes del brazo, cambies la dirección torcida de nuestros pasos, y nos vuelvas hacia tu Divino Rostro, entonces, y sólo entonces podremos volver a Ti.

Piden al Señor les haga desear la conversión.

Lo mismo hace la Iglesia. Pues si nos convertimos, es porque la Iglesia, Nuestra Madre, por nosotros, pide al Señor que nos convierta.

Esto mismo hace la Iglesia. De hecho, estas palabras de las Lamentaciones son palabras de la Iglesia. El profeta habla por ella, por nosotros. Pedimos al Señor nos haga desear convertirnos para poder convertirnos. Porque el deseo de volver a Él es obra suya en nosotros, por la Iglesia.

En la Divina Liturgia de Pascua de Resurrección, por ejemplo, pedimos a Dios Todopoderoso atienda los deseos santos que Él mismo ha infundido en nosotros con su gracia:

""Oh Dios que en el día de hoy, por medio de vuestro Unigenito Hijo, vencida la muerte, nos habéis abierto las puertas de la eternidad, oid favorablemente nuestros deseos, que Vos mismo habéis inspirado en nosotros con vuestra gracia" (Oración tras el Introito )

Como si dijéramos: Escucha nuestro deseo, Señor: queremos volver a Ti. Hemos pecado. Hemos tomado otra dirección, hacia el Maligno. Pero Tú has hecho que queramos volver libremente nuestros pasos hacia tu Nombre, hacia tu Casa, Señor, de la que nos hemos alejado por el mal que elegimos esclavizados por el Demonio. Ya que nos has infundido este deseo de volver a Ti, escúchalo, y concédenos que podamos volvernos a tu divino Amor.

¡Es Dios Nuestro Señor Quien siempre da el primer paso!

¡Bendito sea y alabado por los siglos de los siglos! Cuánto nos ama, de qué manera, que no espera a que nosotros, mendigos de su gracia y de su palabra, le pidamos lo que sólo Él puede darnos pedir.

Es Él Quien nos desea primero.

Para que nosotros nos convirtamos con esa fuerza teotrópica que Él invierte en nuestra recuperación, en nuestra conversión. Todos nuestros pasos hacia Dios son movidos, sustentados, suscitados y mantenidos en dirección teocéntrica por Él, Y A LA VEZ, gracias a ésta acción teotrópica suya, --o mejor dicho cristocéntrica--, nosotros libremente somos movidos por Él al movernos nosotros: Vuélvenos a Ti, para que podamos volvernos a Ti.

No nos movemos solos hacia Dios Nuestro Señor, ni solos ni autónomamente, sin su impulso divino y amorosísimo, de pura misericordia. Nos movemos hacia él libremente, propiamente, humanamente, pero de forma sobrenatural, auxiliados y animados por Él, libremente por su causa. En un movimiento que es luminosamente nuestro porque Él nos da que así sea: dichosa y hermosamente nuestro lo que es Suyo.

Si somos verdaderamente libres, salvíficamente libres, es por obediencia sobrenatural, que perfecciona nuestra naturaleza. Por ductilidad libre. Por gracia. ¡Paradoja sublime, grande, grandiosa del Amor de Dios!

Por eso pide la Iglesia, por la Escritura: conviértenos, y nos convertiremos.

Como si dijera: danos lo que queremos darte, para que podamos dártelo.

Es decir: convertirse es un acto sacramental, ECLESIAL, profunda y libremente humano, auténticamente humano, razonable aunque misterioso y supra-inteligible, inspirado por Dios mismo, inaccesible a nuestras fuerzas meramente humanas pero humanizante, posible por la gracia y auténticamente humano, en que lo humano llega a plenitud por divinización.

¿Dios lo hace todo, entonces?
No, nosotros hemos de colaborar. Él nos da el poder colaborar. Nos mueve a colaborar.

¿Dios nos obliga a creer en Él con una gracia irresistible? No, habilita nuestra libertad para que podamos elegirle voluntariamente movidos por la gracia. Podemos no querer colaborar y rechazar la gracia. Podemos negarnos a colaborar.

Pero es Dios mismo Quien nos da el poder colaborar libremente:

Así lo enseña de forma inerrante el Magisterio de la Iglesia, recogiendo esta verdad de la Escritura y de la Tradición:

""Confesamos a Dios por autor de todos los buenos efectos y obras y de todos los esfuerzos y virtudes por los que desde el inicio de la fe se tiende a Dios, y no dudamos que todos los merecimientos del hombre son prevenidos por la gracia de Aquel, por quien sucede que empecemos tanto a querer como a hacer algún bien

""Ahora bien, por este auxilio y don de Dios, no se quita el libre albedrío, sino que se libera, a fin de que de tenebroso se convierta en lúcido, de torcido en recto, de enfermo en sano, de imprudente en próvido.

""Porque es tanta la bondad de Dios para con todos los hombres, que quiere que sean méritos nuestros lo que son dones suyos, y por lo mismo que El nos ha dado, nos añadirá recompensas eternas.

""Obra, efectivamente, en nosotros que lo que El quiere, nosotros lo queramos y hagamos, y no consiente que esté ocioso en nosotros lo que nos dio para ser ejercitado, no para ser descuidado, de suerte que seamos también nosotros cooperadores de la gracia de Dios. Y si viéramos que por nuestra flojedad algo languidece en nosotros, acudamos solícitamente al que sana todas nuestras languideces y redime de la ruina nuestra vida (Ps 102,3) y a quien diariamente decimos: No nos lleves a la tentación, mas líbranos del mal (Mt 6,13) (Denzinger, 248)

Conviértenos, Señor, y nos convertiremos día a día, constantemente, en este camino hacia tu Plenitud, de la que recibimos gracia sobre gracia.

Conviértenos para que nos convirtamos a Ti y seamos liberados por tu gracia del poder del maligno, del mundo y de la carne.

Queremos (y este deseo Tú nos lo has infundido) que la Vida de tu Hijo Jesucristo nos transforme por el poder de su Espíritu de Amor, nos santifique, nos haga dichosos. Porque Tú, Señor, sabes hacer felices a tus hijos.

Algo muy grande, ¡muy grande!, pues, ocurre en una conversión.

Algo maravilloso, en que obra el amor de Dios Padre por nosotros, mediante su Palabra de Vida que es su Hijo, con el poder del Espíritu Santo, y a través de su Iglesia, Sacramento de Conversión.

Algo muy grande ocurre, algo por lo que nuestro entendimiento y voluntad, movidos eclesialmente por la Gracia del Logos, Verbo de Dios, hallan su propio esplendor de hijos de Dios.

¡Señor, no nos abandones!

Dios Padre Todopoderoso, Padre nuestro, todo se lo debemos al Cuerpo de tu Hijo. Todo se lo debemos a Cristo. Bendito seas, Señor Dios Todopoderoso, que nos conduces a Ti infundiéndonos este deseo tan grande y ardiente de amar a tu Hijo Jesucristo, con el Amor del Espíritu.

Laus Deo Virginique Matri

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