domingo, 28 de noviembre de 2010

La Caridad nunca acaba

Caritas nunquam excidit.
La caridad nunca se acaba (1 Corintios 13, 8)
La fe cesa cuando Dios es visto.
La esperanza cesa cuando Dios es alcanzado.

Pero la caridad nunca acaba, porque contiene la vida infinita de Cristo.

Según la doctrina de San Juan de la Cruz, la caridad se asienta operativamente en la voluntad.
Hay una diferencia esencial con lo que ocurre con la fe, cuya fuerza operante se establece en el intelecto. Pues la operación de la fe no queda completa con el acto de aceptar, pues al faltarle la visión directa del objeto creído, queda a la espera de confirmación visible. Esa espera es animada por la esperanza. La fe y la esperanza se ayudan mutuamente.

Con la infusión de la Gracia, la voluntad posee al objeto amado, se abraza a él de forma real. De aquí la unión con el Amado, que no queda a la expectiva, como la fe.

La caridad alcanza a Dios porque Dios, por ella, alcanza al hombre, para que el hombre repose en Él
Dios es abrazado en cuanto que es amado. Pero no visto en cuanto que es creído.

Al faltar la Gracia se hace imposible la unión con el Amado y la voluntad no alcanza su objeto, que es Cristo. Esta realidad dramática, esta indigencia fue percibida por la filosofía platónica, y afirmada por Aristóteles en su Etica Nicomaquea, al afirmar la imposibilidad de amistad entre Dios y el ser humano.

La Gracia es una participación de la vida de Cristo. Esta participación, que se efectúa por vía sacramental, es decir, por acción misma del Amado, trae al Amado mismo: es decir, Cristo penetra la voluntad, la hace anhelarle, la voluntad lo anhela libre y amorosamente, y se produce el abrazo unitivo por amistad, es decir, por la virtud de la caridad.

Por la caridad amamos sobrenaturalmente con eseAmor que recibimos sacramentalmente del Amado. Amamos con el Amado. De aquí que los méritos del Amor del Amado circulen gozosamente en nuestro amor, que se alimenta del suyo.

Por eso afirma la Escritura que la caridad nunca acaba, porque nunca acaba el Amor de Cristo.

jueves, 25 de noviembre de 2010

Motu Propio: “SACRORUM ANTISTITUM

JURAMENTO
ANTI-MODERNISTA
Motu Propio: “SACRORUM ANTISTITUM”
Impuesto al clero en septiembre de 1910
por S.S. Pío X

“ Yo...abrazo y recibo firmemente todas y cada una de las verdades que la Iglesia por su magisterio, que no puede errar, ha definido, afirmado y declarado, principalmente los textos de doctrina que van directamente dirigidos contra los errores de estos tiempos.”

“En primer lugar, profeso que Dios, principio y fin de todas las cosas puede ser conocido y por tanto también demostrado de una manera cierta por la luz de la razón, por medio de las cosas que han sido hechas, es decir por las obras visibles de la creación, como la causa por su efecto.”

“En segundo lugar, admito y reconozco los argumentos externos de la revelación, es decir los hechos divinos, entre los cuales en primer lugar, los milagros y las profecías, como signos muy ciertos del origen divino de la religión cristiana. Y estos mismos argumentos, los tengo por perfectamente proporcionados a la inteligencia de todos los tiempos y de todos los hombres, incluso en el tiempo presente.”
“En tercer lugar, creo también con fe firme que la Iglesia, guardiana y maestra de la palabra revelada, ha sido instituida de una manera próxima y directa por Cristo en persona, verdadero e histórico, durante su vida entre nosotros, y creo que esta Iglesia esta edificada sobre Pedro, jefe de la jerarquía y sobre sus sucesores hasta el fin de los tiempos.”

“En cuarto lugar, recibo sinceramente la doctrina de la fe que los Padres ortodoxos nos han transmitido de los Apóstoles, siempre con el mismo sentido,y la misma interpretación, por esto rechazo absolutamente la suposición herética de la evolución de los dogmas, según la cual estos dogmas cambiarían de sentido para recibir uno diferente del que les ha dado la Iglesia en un principio.
Igualmente, repruebo todo error que consista en sustituir el deposito divino confiado a la esposa de Cristo y a su vigilante custodia, por una ficción filosófica o una creación de la conciencia humana, la cual, formada poco a poco por el esfuerzo de los hombres, sería susceptible en el futuro de un progreso indefinido.”

“Consecuentemente: mantengo con toda certeza y profeso sinceramente que la fe no es un sentido religioso ciego que surge de las profundidades tenebrosas del "subconsciente", moralmente informado bajo la presión del corazón y el impulso de la voluntad, sino que un verdadero asentamiento de la inteligencia a la verdad adquirida extrínsecamente por la enseñanza recibida ex catedra, asentamiento por el cual creemos verdadero, a causa de la autoridad de Dios cuya veracidad es absoluta, todo lo que ha sido dicho, atestiguado y revelado por el Dios personal, nuestro creador y nuestro Maestro".
“En fin, de manera general, profeso estar completamente indemne de este error de los modernistas, que pretenden no hay nada divino en la tradición sagrada, o lo que es mucho peor, que admiten lo que hay de divino en el sentido panteísta, de tal manera que no queda nada más que el hecho puro y simple de la historia, a saber: El hecho de que los hombres, por su trabajo, su habilidad, su talento continúa a través de las edades posteriores, la escuela inaugurada por Cristo y sus Apóstoles.
Para concluir, sostengo con la mayor firmeza y sostendré hasta mi ultimo suspiro, la fe de los Padres sobre el criterio cierto de la verdad que está, ha estado y estará siempre en el episcopado transmitido por la sucesión de los Apóstoles; no de tal manera que esto sea sostenido para que pueda parecer mejor adaptado al grado de cultura que conlleva la edad de cada uno, sino de tal manera que la Verdad absoluta e inmutable, predicada desde los orígenes por los Apóstoles, no sea jamás ni creía ni entendida en otro sentido.

“Todas estas cosas me comprometo a observarlas fiel, sincera e integramente, a guardarlas inviolablemente y a no apartarme jamás de ellas sea enseñando, sea de cualquier manera, por mis palabras y mis escritos...".

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Sobre la fe. Doctrina de la Iglesia explicada por el Cardenal Cayetano, 1532

Sobre la Fe
Capítulo Primero
Postura de los luteranos sobre la Fe


Positio Lutheranorum de fide
Cuando los luteranos ensalzan la doctrina evangélica sobre la salvación eterna de los hombres por medio de la fe en el Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, enseñan que los hombres consiguen la remisión de los pecados por la fe en Jesucristo, extendiendo el nombre de fe a la credulidad con la que el pecador que se acerca al sacramento cree que es justificado por la misericordia divina, intercediendo Jesucristo.

Y a tal punto le dan valor a esta credulidad que dicen que nos alcanza la remisión de los pecados por la promesa divina. Dicen también que si el hombre no tiene esta firme credulidad en la Palabra de Dios, le hace una injuria, no creyendo en la promesa divina; y si cree firmemente que es justificado, al recibir el sacramento realmente se justifica. De otro modo no sería verdadera ni eficaz la promesa divina.

También algunos luteranos a tal punto exaltan esta fe que enserian que alcanza la remisión de los pecados antes de que el pecador tenga la caridad, en razón de que el Apóstol San Pablo distingue con un largo sermón la fe que justifica en contraposición a la ley. Ahora bien, en la ley se sobreentiende la caridad, porque amar a Dios con todo el corazón, etc. es el primero y mayor mandamiento de la ley, como dice el Señor en el Evangelio (Mat. 22, 38). En esto consiste el núcleo de la doctrina luterana sobre la fe.

Capítulo Segundo
Primer error en lo antedicho: se comete equivocidad en el uso de la palabra fe
Primus in praerecitatis error, quod incidit aequivocatio in nomine Fidei
Una cosa significa la palabra; «fe» cuando de ella dice la Sagrada Escritura que justifica a los hombres, y otra distinta cuando significa la credulidad por la que el hombre cree que es justificado por medio de Cristo y los sacramentos.

Pues la fe que justifica es la que significa lo que se señala con su definición en Hebreos 11, 1 cuando se dice que la fe es la sustancia de lo que hay que esperar y el argumento de lo que no se ve. Entendida así, es una de las tres virtudes teologales, como dice San Pablo: ahora permanecen la fe, la esperanza y la caridad.

La fe tomada en este sentido es un don de Dios, pues en Efesios 2, 8 se dice que por ella somos salvados y que sin ella es imposible agradar a Dios [Heb. 11, 6]. Por ella creernos todos los artículos de la fe y todo lo que hay que creer de necesidad para salvarse.

Mientras que la fe que significa credulidad es aquella con la que tal hombre cree ser justificado en tal situación concreta recibiendo el sacramento por el mérito de Cristo. Esta dista mucho de la fe entendida en el sentido anterior.

Lo podernos ver, por un lado por parte de lo que se cree, pues la fe no puede ser de lo falso, mientras que esa credulidad puede equivocarse. Y la razón está en que esta credulidad recae sobre un efecto singular en una situación concreta, y así proviene en parte de la fe necesaria para la salvación y en parte de la conjetura humana.

En cuanto a lo que le viene del mérito de Cristo y de los sacramentos, es imperada por la fe; y en cuanto a lo que tiene de efecto concreto, en sí mismo es producto de la conjetura humana. Porque en la fe cristiana se contiene que cualquiera que confía en el mérito de Cristo y que de modo correcto recibe interior y exteriormente el sacramento, es justificado por la gracia divina; pero la fe cristiana no se extiende a creer que yo estoy recibiendo ahora el sacramento de modo correcto interior y exteriormente.

Del mismo modo, por la fe cristiana estoy obligado a creer que en la hostia correctamente consagrada está el verdadero cuerpo de Cristo; pero la fe cristiana no se extiende a creer que en tal hostia de éste que ahora celebra en tal altar está el cuerpo de Cristo, pues eso podría ser falso por algún otro motivo.

Por otro lado, la fe de los cristianos es una sola, según lo dicho en Efes. 4, 5: Un solo Señor y una sola fe. Es evidente que yo no estoy obligado a creer por la fe que tengo que tal persona que recibe el sacramento en tal situación concreta esté justificada, o que en tal hostia en concreto esté el cuerpo de Cristo. En la fe de ninguna persona se incluye que crea en tal efecto singular de tal sacramento en concreto. Así, como segunda razón, queda claro por la unidad de la fe la diferencia de esta credulidad en relación a la fe.

Por esta razón, el primer error de los luteranos sobre este tema es el de atribuir a la credulidad lo que la Sagrada Escritura atribuye a la fe, pues siempre que enseñan esta credulidad citan textos de la Sagrada Escritura que tratan de la fe. Como por ejemplo: [Rom. 5, 1:] justificados por la fe, tengamos paz con Dios y [Act. 15, 9: ] con la fe que purifica sus corazones y muchísimos textos semejantes.

Capítulo Tercero
Segundo error: que la mencionada credulidad alcanza la remisión de los pecados
2º in praerecitatis error, quod dicta credulitas apprehendit remissionem peccatorum
Cuando dicen que esa credulidad alcanza la remisión de los pecados puede decirse y entenderse bien y mal. Si se dice y se entiende que esa credulidad consigue la remisión de los pecados informada por la fe y la caridad, es verdad. Pero si se excluye que esté informada por la caridad es falso, porque, como dice San Agustín (Tratado de la Trinidad, Lib. 15, cap. 18) nada hay más excelente que este don de Dios, pues es el único qué divide a los hijos del rey eterno de los hijos de la eterna perdición.

Hay que saber que esta credulidad es común a todos los que se acercan devotamente a los sacramentos, pues cualquiera que se acerca devotamente a un sacramento, cree que al recibirlo se justifica por el mérito de la Pasión y de la muerte de Cristo; de otro modo, no se acercaría. Esta credulidad, sin embargo, no es igual en todos, pues uno cree ser justificado más que otro; y normalmente esta credulidad está en la mente con la duda de lo contrario, pues no hay ningún texto en la Sagrada Escritura ni nos enseña ningún documento de la Iglesia que es preciso tener tal credulidad sin vacilación alguna.

El motivo de la duda es que comúnmente nadie sabe si por parte de uno hay algún impedimento para poder recibir el don de la remisión de los pecados, y normalmente nadie sabe si carece de la gracia de Dios. Por este motivo, al vacilar no se le hace ninguna injuria a la promesa divina, porque la duda no es sobre el sacramento sino sobre sí mismo, pues está escrito [Sal. 18, 13]: ¿quién entenderá los pecados?

Esta duda común sobre el efecto particular de la divina misericordia, es decir sobre la remisión de los pecados de tal persona en concreto que devotamente se convierte a Dios, está atestiguada en el libro del Profeta Joel 2, 12-14. Ahí, tras mencionar la excelencia de la divina misericordia sobre los pecados de aquellos que se tenían que convertir a Dios de todo corazón, en el ayuno, en el llanto y lágrimas, añade: ¿Quién sabe si Dios cambiará de parecer y perdonará? De modo que ninguno de los que se convertían estaba seguro, sino que manifiesta que todos dudaban si Dios les iba a perdonar.

Vamos a confirmarlo. La vacilación de la credulidad no cesa razonablemente sino por alguna de estas tres causas: -O por divina revelación, lo que aquí no viene al caso, pues aunque Dios haya revelado que todos los que correctamente conflan conseguir interior y exteriormente la remisión de los pecados por medio de los méritos de Cristo la consiguen, sin embargo no ha revelado que tal persona en concreto se convierta correctamente interior y exteriormente, pues este efecto particular no está comprendido en la revelación sobre la que. apoya la fe cristiana. -O por la suficiencia de los testimonios convincentes para creer algo singular, del mismo modo que los testimonios suficientes convencen a quien nunca ha salido de Roma a que crea que existe la isla de Ceilán o Sri Lanka.

Pero está claro que en la credulidad con la que tal persona cree que se justifica no intervienen estos testimonios que convencen al entendimiento para que crea que tal efecto se realiza en este momento en él. -O por la calidad de los testigos, por ejemplo si están más allá de toda reserva, según lo que dijo el Apóstol, Rom. 8, 16 que el Espíritu Santo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Mas esta atestación supone que ya ha tenido lugar la remisión de los pecados, pues presupone que aquel de quien se atestigua es hijo de Dios, como de modo claro se entiende literalmente; mientras que la credulidad que ponen los luteranos no presupone en uno la remisión de los pecados, sino que la logra, como lo que precede logra lo que sigue.

Decir que tal credulidad en la palabra de Cristo y en el mérito de su pasión, etc., da infaliblemente la remisión de los pecados, es una opinión infundada. Por eso entre los artículos de Lutero condenados por León X [Denzinger 741 ss] figuran los artículos que dicen: A nadie le son perdonados los pecados si, cuando el sacerdote le perdona, no cree que le son perdonados, es más, el pecado permanecería si no se creyese perdonado; porque no basta la remisión de los pecados y la donación de la gracia, sino que es preciso creer también que se está perdonado.

En modo alguno confíes en ser absuelto por tu contrición, sino por la palabra de Cristo: Cuanto desatares, etc. Confia pues en esto si obtienes la absolución del sacerdote y cree con fuerza que eres absuelto, y así serás absuelto verdaderamente sea lo que sea de tu contrición. Si por un imposible el que se ha confesado no está contrito o el sacerdote no absuelve de modo serio sino sólo en broma, pero él cree que queda absuelto, lo queda muy ciertamente.

Capítulo Cuarto
Tercer error: a los arrepentidos se les perdonan los pecados antes de la infusión de la caridad
3º in praerec error, quod ante charitatis adventum remittuntur peccata paenitentium
Es más intolerable aún decir que los pecados son perdonados antes de la infusión de la caridad en aquel a quien se le perdonan. Esto se demuestra muy claramente así. -Es imposible que alguien pase de enemigo a amigo sin la amistad, puesto que «amigo» no se puede ni entender sin la amistad, así como lo blanco no se puede entender sin la blancura.

Cuando el hombre pasa de injusto a justo por Cristo, de enemigo de Dios se hace amigo de Dios, según lo que dice el Apóstol, enemigo de Dios se hace amigo de Dios, según lo que dice el Apóstol, Rom. 5, 10: Siendo enemigos, hemos sido reconciliados con Dios por la muerte de Hijo.

La reconciliación es la que hace al amigo reconciliado. No es posible ni inteligible que un pecador sea justificado sin la amistad de Dios; ahora bien, la caridad es la misma amistad entre el hombre y Dios, es un amor de amistad del hombre a Dios, y además -según aquello: Dios es caridad, y el que permanece en la caridad permanece en Dios y Dios en él; y lo que también se dice ahí mismo (1 Jn. 4,19): amemos a Dios porque El nos amó primero- la amistad consiste en un amor mutuo; por lo tanto, la remisión de los pecados se hace formalmente por la caridad.

De modo que una misma cosa es la que se llama ‘justicia de la fe’ y caridad: se llama justicia de la fe en cuanto que el Hombre es justo ante Dios según las razones de las cosas y obras divinas en las que creernos, estando debidamente sometido el apetito sensible a la voluntad, la voluntad correctamente a la razón y la recta razón a Dios según las razones de las cosas que sostenemos por la fe acerca de El y de la patria del cielo.

Y se llama caridad en cuanto que es amor de amistad a Dios que nos comunica la ciudadanía de la patria celestial, según aquello a los Filipenses 3, 20: nuestra ciudadanía está en los cielos; y a los Efesios 2, 19: ya no sois huéspedes ni extranjeros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios; y en el Cantar de los Cantares 2, 16: mi amado para mí y yo para El.

Esta sola razón, corno convence al entendimiento, basta, y se apoya nada menos que en la autoridad de Cristo, San Pedro, San Juan y San Pablo, pues todos estos atribuyen la remisión de los pecados a la fe junto con la caridad. -Cristo le dijo a la pecadora (Luc. 7, 50): tu fe te ha salvado, y dijo de ella: se le perdonan muchos pecados porque ha amado mucho; en estas palabras, el vínculo entre ellas atestigua que el amor es la causa próxima dé la remisión de los pecados, pues cuando se dice: porque ha amado, la fe es causa de la remisión de los pecados incoativamente y la caridad completivamente. San Pedro Apóstol dijo (Act. 10, 43): de El dan testimonio todos los profetas que todos los que creen en su nombre reciben la remisión de los pecados, y en su la epístola 4, 8 dice: la caridad cubre una multitud de pecados.

De modo parecido, San Juan Apóstol en su l a epístola 5, 1 dice: todo el que cree que Jesús es Cristo ha nacido de Dios, y en 3, 14 dice: nosotros sabemos que hemos sido trasladados de la muerte a la vida porque amarnos a los hermanos; el que no ama, permanece en la muerte.

Nada se opone a esto argüir que literalmente San Juan habla del amor al prójimo, pues está claro que es una misma la caridad con la que amamos a Dios por sí mismo y al prójimo por amor a Dios, como está marcado en la epístola de San Juan, capítulo 4, y sólo con ese amor entre hermanos tiene lugar el paso de la muerte a la vida.

Finalmente, San Pablo Apóstol en su epístola a los Romanos (5, 1) dice: justificados por la fe tenemos paz con Dios. Y la Cor. 13, 2: si tengo toda la fe de modo que mueva las montañas, pero no tengo la caridad, no soy nada en el ser espiritual en el que somos constituidos hijos de Dios.

Y a los Gálatas 5, 6: en Cristo Jesús ni la circuncisión vale algo ni el prepucio, sino la fe que obra por el amor. Aquí se ve claramente que le atribuye valor en Cristo no a cualquier fe sino a la que obra por el amor. Por consiguiente, está claro que es certísima la doctrina común de la Iglesia según la cual la remisión de los pecados no se realiza por una fe informe sino por la fe informaddad. Por consiguiente, los textos auténticos que explican que somos justificados por la fe, se entienden literalmente de la fe formada por la amistad divina que llamamos caridad.

En cuanto a la objeción según la cual la fe se distingue en contraposición a la ley, y que la ley supone el amor, hay que responder que de un modo emplea Cristo la palabra ‘ley’ cuando dice: este el primero y mayor mandamiento de le ley, y de otro el Apóstol cuando distingue la fe en contraposición a la ley. Cristo emplea la palabra ley en cuanto encierra todos los mandamientos divinos escritos en los libros de Moisés; mientras que el Apóstol emplea la palabra ley más estrictamente, en cuanto se divide en preceptos morales, ceremoniales y judiciales.

No soy yo quien se inventa este amor, sino que así lo saco de la misma Sagrada Escritura. Los mismos adversarios tienen que estar de acuerdo conmigo. Se prueba que Cristo emplea esta palabra «ley» en sentido amplio porque inmediatamente antes del mismo texto del Deuteronomio 6, 5 con el que se cita el precepto del amor a Dios, se pone el precepto de la fe, diciendo: escucha Israel: el Señor nuestro Dios es un solo Dios.

Bajo el mismo contexto de la ley se ponen el precepto de la fe -para creer en un solo Dios- y el precepto del amor al mismo Dios, para que entendamos que en la ley no se encierra más el precepto de la caridad que el de la fe, hablando de la ley en sentido lato, y de aquí quede claro que, así como el Apóstol distingue la fe en contraposición a la ley, se entiende también que la caridad se distingue en contraposición a la misma ley.

Está claro que el Apóstol habla de la ley dejando de lado lo que se refiere a la fe y a la caridad, pues llama a esta ley ‘ley, de los hechos’ y dice que naturalmente la observan los gentiles, pues dice en Rom. 2, 14: los gentiles, que no tienen ley, naturalmente hacen las cosas que son de la ley, y está claro que naturalmente no hacen las cosas que pertenecen a la caridad. En esta objeción, pues, el nombre de «ley» se usa de modo equívoco.

Por eso no vale nada: porque en la ‘ley de los hechos’, que se contrapone a la fe, está también encerrado el amor de Dios; y en esa misma ley se encierra la fe, como se ve en Deut. 6, en donde se dan al mismo tiempo los preceptos de la fe y del amor a Dios. La respuesta a las otras objeciones de los luteranos queda clara con lo ya dicho. Baste esto en lo referente a la fe.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Ver a Dios por la Gracia, permaneciendo en su Palabra

El que obra el bien es de Dios; el que obra el mal no ha visto a Dios dice el Espíritu en 3 Juan 11.

¿Cómo es que dice Juan "no ha visto a Dios", si a Dios nadie le puede ver?

Porque lo dice como si dijera: no cree en Cristo. Porque, para nosotros, ver a Dios es ver a Cristo por la fe, primero, en cuanto fundamento y principio; y por la Gracia, después, en cuanto nueva vida en su Cuerpo.

Todo esto se concentra en lo siguiente:

el que obra mal no ha visto a Dios por la Gracia de su Cuerpo, que es la Iglesia. Pues ver a Dios por la Gracia es estar en Cristo y ver el mundo de manera sobrenatural. es decir: ver sacramentalmente a Dios.

Mirad por vosotros, para que no perdáis el fruto de vuestro trabajo. (2 Juan 8).

No está hablando de un trabajo cualquiera. Está hablando de un trabajo por el cual vemos a Dios, es decir, un trabajo por Cristo. Pues el fruto principal de nuestro trabajo en Cristo es el aumento de su Vida en nosotros, es decir, de la Gracia.

Velemos, nos dice Juan, para no perder la Gracia, pues en Gracia es como si viéramos a Dios y nuestra trabajo da fruto que no se pierde, fruto para la eternidad.

Todo el que se sale de la doctrina de Cristo y no permanece en ella no posee a Dios. (2 Juan 9)

¿Cómo es que dice Juan "no posee a Dios", si a Dios no se le puede poseer?

Lo dice como si dijera: no está en Gracia. Porque estar en Gracia es tener la vida divina en nosotros. Es poseer por participación a Dios.

Fíjate de lo que está hablando Juan: de la salirse de la doctrina de forma que se pierda la Gracia.
Porque quien permanece en la doctrina, ese posee al Padre y al Hijo (2 Juan 9).

Pues el Hijo, por el Espíritu, es Palabra del Padre. Y quien no posee la Palabra del Padre, que es el Hijo, es decir, quien no posee la doctrina del Hijo, no está en Gracia, porque sólo en Gracia abandonamos nuestra propia doctrina humana y recibimos libremente la doctrina del Hijo.

¿Cómo puede ser esto así? Porque con la Gracia llega a nosotros el Espíritu, y es el Espíritu Quien abre nuestra inteligencia para comprender la Palabra del Padre, que es el Hijo.

Y es que el Espíritu de la Verdad es el alma de toda palabra verdadera, de toda obra buena en Gracia. ¿Podemos permanecer en Cristo negando la palabra del Padre que el pronuncia?

Juan recapitula todo esto en una sóla máxima:

que caminéis en el amor (2 Juan 6).

Pero no un amor cualquiera, sino un amor que permanezca en la Palabra, que posea a Dios. Es decir, la caridad. Un amor por el que veamos a Dios, es decir, un amor a la manera del amor de Cristo, pues sólo Cristo puede ver plenamente a Dios.

Permanezcamos, pues, sacramentalmente en la Gracia, para ver a Dios por la fe en Jesucristo, permaneciendo día y noche en su Palabra.



LAUS DEO VIRGINIQUE MATRI

jueves, 18 de noviembre de 2010

De la inhabitación de Dios entero en el alma por obra de la Gracia Santificante

Cristo debe ser todo para nosotros. Me resulta inimaginable vivir sin Cristo. Nada, sin su Vida, tiene valor.
Y me pregunto, ¿tiene sentido un cristianismo sin Cristo?
¿Podemos afirmar que el Espíritu Santo inhabita en el ser humano unicamente por la realización de obras de solidaridad, sin presencia de la Gracia Santificante? No, sino afirmemos que Cristo es el sentido y la fuerza de toda obra salvífica, porque Cristo opera la salud.
¡El mundo no puede santificar el mundo!

¿Podemos afirmar que el mérito de Cristo se nos puede aplicar únicamente por acciones de índole humana natural?
No, pues, ¿qué somos, por nosotros, sin Él? De su sacrificio bebemos el Agua que salta hasta la eternidad, y del Pacto en su Sangre y su Carne brota el sentido de nuestras acciones.

¿Podemos afirmar que el Espíritu Santo está en nosotros aunque no creamos en Cristo como Hijo de Dios y Segunda Persona de Dios? No, es Cristo Quien nos lo envía. No lo dudemos.
A Cristo le debemos todo.
Sin Cristo, no hay inhabitación. Sin Gracia Santificante, no hay inhabitación.

Sabemos por la fe que el Espíritu Santo inhabita en el alma del hombre justificado. En el Símbolo de Epifanio, confesamos: Creemos en el Espíritu Santo, el que habló en la Ley y anunció a los profetas y descendió sobre el Jordán, el que habla en los Apóstoles y habita en los santos.

Habita en los santos, es decir, en los sacralizados, en los justificados, en los transformados verdaderamente por la Gracia Santificante comunicada sacramentalmente por la Iglesia, Cuerpo de Cristo.

Hay teologías populares que niegan la divinidad de Jesús, pero aceptan la acción del Espíritu. Son viejos errores que vuelven con caras nuevas. Se habla del Espíritu Santo como inspirador, como habitante de toda persona, creyente o no, en Gracia o no, con caridad o sin caridad. Se dice que el Espíritu Santo se introduce en el ser humano e inhabita en él por cualquier buena acción ética, por la presencia de valores humanos, pero no forzosamente por la caridad de la Gracia. Que no hace falta creer en la Divinidad de Jesús, es decir, en la Segunda Persona de la Trinidad y la redención operada por Él y actualizada sacramentalmente por la Iglesia. Que se puede no creer en Cristo, que aún así el Espíritu Santo quiere inhabitar en él por la simple realización de obras buenas.

Pero en primer lugar, debemos creer que la inhabitación se afirma de las tres Personas, aunque se atribuya en especial al Espíritu Santo:
La inhabitación del Hijo:
Juan 14, 23: Jesús le respondió: "Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él.
La inhabitación del Padre:
2 Cor 6, 16: Porque nosotros somos el templo del Dios viviente, como lo dijo el mismo Dios: Yo habitaré y caminaré en medio de ellos; seré su Dios y ellos serán mi Pueblo
La inhabitación del Espíritu Santo:
1 Cor 6, 19: ¿O no saben que sus cuerpos son templo del espíritu Santo, que habita en ustedes y que han recibido de Dios?

Cuando la inhabitación se atribuye al Espíritu Santo, se hace sin merma de las verdades anteriores, para realzar, con amor y gratitud, la acción del Paráclito. Y para recalcar que es promesa cumplida de Cristo:
Romanos 5, 5: Y la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado

La Gracia que comunica el Espíritu Santo no es algo exclusivo de Él, sino de las tres Divinas personas. San Basilio: Santifica y vivifica... y todas las cosas de este género las realiza igualmente el padre, el Hijo, y el espíritu. Y nadie atribuya exclusivamente al Espíritu Santo la virtud de santificar.

Teniendo esto en cuenta, comprendemos que no podemos afirmar de ninguna manera que se puede no creer en Cristo y no estar en Él por la Gracia (que es su misma Vida) y a la vez estar lleno del Espíritu Santo. ¿Podemos afirmar que el cristianismo es una especie de ONG, y que por sus acciones de solidaridad, independientemente de la fe en Cristo, puede disfrutar el cristiano de la inhabitación en su alma del Espíritu Santo?

¿No compremos que es Dios entero quien quiere morar en el alma humana? Si negamos a Cristo, ¿cómo tener a Cristo, Segunda Persona de Dios, dentro nuestra? ¿Podemos tener la Tercera Persona, pero no a la Segunda?

Creamos en Cristo. Si el Espíritu, y con Él Dios Uno y Trino entero y no dividido, mora en nosotros, es porque Él nos lo prometió y nos lo trajo por con su sacrificio.
Alabado seas Señor, porque en tu misericordia actúas en la Iglesia, Cuerpo tuyo, y vienes a hacer de nuestro corazón tu propia casa.
DEO OMNIS GLORIA

miércoles, 17 de noviembre de 2010

De la fe en cuanto virtud teologal y no en cuanto creencia subjetiva

Dice la Sagrada Escritura que la fe justifica a los hombres.

Hablando y debatiendo con hermanos separados hablamos de fe en otro sentido:

creencia por la que un hombre se cree ya justificado, sin tener en cuenta su caridad operante, es decir, las obras en Gracia, por el mérito de Cristo

Podemos exponer, siguiendo la explicación ya clásica del Cardenal Cayetano, que La fe que justifica enseñada en Hebreos 11, 1:

la fe es la sustancia de lo que hay que esperar y el argumento de lo que no se ve

es una de las tres virtudes teologales, como dice San Pablo: ahora permanecen la fe, la esperanza y la caridad.

En Efesios 2, 8 se dice que por ella somos salvados y en
Hebreos 11, 6, que sin ella es imposible agradar a Dios

Por ella creemos todos los artículos de la fe y todo lo que hay que creer para salvarse sin reservarnos ni un sólo disenso. Si no se acepta algo, no es fe, no es respuesta total a Dios que revela.

Pero aquella "fe" con la que una persona se estima a sí misma ya justificada ella en concreto y en su situación individual es sólo una creencia.

Yo creo que la fe me justifica. Pero creer que ya estoy, yo, justificado, y creerme justificado y seguro receptor de gloria, creer que ya estoy salvado, haga lo que haga, es tan sólo una creencia...subjetiva.

Subjetiva porque el contenido de esa creencia, que en los pecadores es vana presunción, lo pone el hombre, que se hace juez de sí y considera suficiente su arrepentimiento, si posee o no Gracia y en qué grado, si actuó mal por omisión o no y en qué medida, si malgastó gracias o no...

porque sólo Cristo es Juez de vivos y muertos y sólo a Él corresponde valorar nuestras almas.

Determinar si estoy salvado o no, no es una acción de la virtud teologal de la fe, sino, como se ha dicho, de una creencia subjetiva.

Esta afirmación procede de la existencia del libre albedrío, con su posibilidad de rechazo de la Gracia.

Veamos cómo explica algunas de estas cosas el Concilio Tridentino:

Ni tampoco se puede afirmar que los verdaderamente justificados deben tener por cierto en su interior, sin el menor género de duda, que están justificados;
ni que nadie queda absuelto de sus pecados, y se justifica, sino el que crea con certidumbre que está absuelto y justificado; ni que con sola esta creencia logra toda su perfección el perdón y justificación; como dando a entender, que el que no creyese esto, dudaría de las promesas de Dios, y de la eficacia de la muerte y resurrección de Jesucristo.
Porque así como ninguna persona piadosa debe dudar de la misericordia divina, de los méritos de Jesucristo, ni de la virtud y eficacia de los sacramentos: del mismo modo todos pueden recelarse y temer respecto de su estado en gracia, si vuelven la consideración a sí mismos, y a su propia debilidad e indisposición;
pues nadie puede saber con la certidumbre de su fe, en que no cabe engaño, que ha conseguido la gracia de Dios.
Y algunos capítulos adelante, en esta misma sexta sesión, enseña:

Ninguno tampoco, mientras se mantiene en esta vida mortal, debe estar tan presuntuosamente persuadido del profundo misterio de la predestinación divina, que crea por cierto es seguramente del número de los predestinados; como si fuese constante que el justificado, o no puede ya pecar, o deba prometerse, si pecare, el arrepentimiento seguro; pues sin especial revelación, no se puede sabe quiénes son los que Dios tiene escogidos para sí.

sábado, 13 de noviembre de 2010

La ley y la naturaleza no justifican

Una gran parte de los católicos de hoy en día ha dejado de creer en la Redención.

Esto es un hecho incontestable.

No hay más que escucharles dar razones de su fe para comprobar cuánto se ha mundanizado esta y se ha convertido en una simple ética natural que hace innecesario el sacrificio redentor de Cristo.

Se habla mucho de solidaridad, de hacer esto y lo otro, de fraternidad... sin fe, sin Gracia.

El Concilio Tridentino, sin embargo, enseña de forma inerrante que:

la naturaleza y la ley no pueden justificar a los hombres.

Ante todas estas cosas declara el santo Concilio, que para entender bien y sinceramente la doctrina de la Justificación, es necesario conozcan todos y confiesen, que

habiendo perdido todos los hombres la inocencia en la prevaricación de Adán, hechos inmundos, y como el Apóstol dice, hijos de ira por naturaleza, según se expuso en el decreto del pecado original;

en tanto grado eran esclavos del pecado, y estaban bajo el imperio del demonio, y de la muerte, que no sólo los gentiles por las fuerzas de la naturaleza, pero ni aun los Judíos por la misma letra de la ley de Moisés, podrían levantarse, o lograr su libertad;

no obstante que el libre albedrío no estaba extinguido en ellos, aunque sí debilitadas sus fuerzas, e inclinado al mal.

Y sigue explicando:
CAP. II. De la misión y misterio de la venida de Cristo.
Con este motivo el Padre celestial, Padre de misericordias, y Dios de todo consuelo, envió a los hombres, cuando llegó aquella dichosa plenitud de tiempo, a Jesucristo, su hijo, manifestado, y prometido a muchos santos Padres antes de la ley, y en el tiempo de ella,
para que redimiese los Judíos que vivían en la ley, los gentiles que no aspiraban a la santidad, la lograsen,
y todos recibiesen la adopción de hijos.

A este mismo propuso Dios por reconciliador de nuestros pecados, mediante la fe en su pasión, y no sólo de nuestros pecados, sino de los de todo el mundo

Si no tenemos fe en la Pasión, como dice el Concilio, nos quedamos a solas con nuestra naturaleza caída, cuyas obras naturales, por muy solidarias y fraternales que sean, no pueden justificarnos.

Esto es así, y tanto es, que, de no ser así, no habría enviado Dios a su Hijo para pagar por nosotros, es decir, para satisfacer, para merecer por nosotros.

Es de vital importancia tener un conocimiento exacto de esto, porque de él depende mucho, depende nuestra vida.

A estudiar esto en profundidad vamos a dedicar las próximas entradas.

jueves, 11 de noviembre de 2010

Sin fe es imposible

Sin fe es imposible agradar a Dios (Hebreos 11, 6)

Podemos estar una vida entera realizando obras de filantropía en una ONG. Pero sin fe, nada cuanto hagamos vale como principio de nuestra salvación.

Dice el Concilio Tridentino que la fe es el principio y fundamento de la justificación.

Por esto, cuando se supone que se puede lograr la salvación sin fe, yo pregunto:


¿Para qué entonces murió el Señor?

Si el Espíritu no nos adjudica el mérito de Cristo, nada podemos hacer que merezca salvación.

Pues merecerla no está, en el principio, a nuestro alcance.

Pero no sólo basta la fe. Es necesario hacerla operativa por la caridad, pues las obras de amor alimentan la fe

Podemos perder la Gracia por el pecado mortal, mas no la fe.

Por la fe volvemos a recuperar la Gracia en el Sacramento de la Alegría, la confesión. Y de nuevo, en virtud de un Pacto realizado con la Sangre de Cristo, el Señor vuelve a tener en cuenta nuestras obras en Gracia, es decir, las obras voluntarias que proceden de su impulso, en Cristo.

Dios, date cuenta, realiza un pacto, una Alianza, y por este Pacto, firmado con la sangre de Jesús, nos dice:

--Tengo en cuenta lo que haces. Aunque no tendría, en justicia, por qué. Pero lo hago en virtud de un Pacto, y no te debo nada, pero te lo doy en virtud de esta Alianza en mi Hijo.

Y nos reconoce lo que hacemos. Muerte, si son obras de muerte. Gracia, Gloria, Vida, si son obras de Vida.

Y todo ello es posible por su principio y fundamento, la fe.

Sin la cual, no te queda duda, es imposible agradar a Dios.

martes, 9 de noviembre de 2010

De transformar nuestro querer en el querer de Cristo

Quien ama a Cristo sólo tiene un deseo: imitar a Cristo. Tanto, que el Espíritu realice en Él otro Cristo. Ipse Christus, alter Christus.

La acción principal de Cristo fue obedecer en todo a su Padre. Nosotros, para imitarle, para transformarnos en otro Cristo, obedezcamos en todo al Padre.
¿Cómo? Haciendo aquello que el Señor quiera que hagamos.
Yendo adonde el Señor quiere que vayamos.
Diciendo lo que el Señor quiere que digamos.
Dejando de hacer lo que el Señor quiere que dejemos de hacer.

Ama y haz lo que quieras, dice San Agustín. Que es lo mismo que decir: Ama a Cristo, y haz lo que Él quiera. Porque si amas a Cristo, querrás, por su Gracia libremente aceptada, hacer lo que Él quiera, que será lo que quieras tú.

La conformidad con el divino querer es el remedio de todos nuestros males decía San Vicente de Paúl. Como en un círculo de Gracia, para hacer la voluntad del Padre nos identificamos con Cristo, y asumiendo el querer de Cristo queremos lo que el Padre quiere, que es lo que en verdad, en la hondura de nuestro ser, quiere nuestra alma --pues sólo en ese querer se halla a sí misma.

Tenemos deseos, amamos cosas, queremos cosas.

Pero he aquí que no sabemos lo que nos conviene desear, amar, querer.

Dice San Hilario que todos los honores que el mundo proporciona son favores del diablo. Nosotros no deseemos sino el honor de Dios. Pues si queremos lo que es favor del enemigo, sólo nos queremos a nosotros mismos, no a Dios.

¿Cómo queremos el honor de Dios? Amando a Cristo.

El enemigo trata nuestra perdición cuando nos incita a desear glorias del mundo, glorias nuestras, sólo y exclusivamente nuestras: lo que yo quiero, lo que me apetece, lo que opino, lo que me gustaría, lo que sueño y anhelo ...

Desear que mis amigos me estimen, me tengan en cuenta, me honren, me pongan el primero...no son más que deseos del mundo. Pero si amo a Cristo más que al mundo, querré estimar a Cristo, honrar a Cristo, tenerle en cuenta en todo lo que hago.

Ama a Cristo, y haz lo que quieras, es decir, como quieres a Cristo, harás lo que Él quiera.

Este lo que quieras se transmuta en otro: haz lo que Él quiera.

Lo que Cristo quiere es que hagamos la voluntad del Padre. Ama a Cristo, y haz lo que el Padre quiere que hagas.

¿Cómo se produce esta transformación de voluntades?

Imposible sería para nosotros por nosotros identificar nuestra voluntad con la voluntad de Cristo en orden a la voluntad el Padre. ¿Con qué fuerzas hacemos esto?

Escucha esto: el mérito de Cristo crucificado fue suficientísimo para merecerte el Espíritu.

Romanos 8:
26: El Espíritu acude en ayuda de nuestra flaqueza.

El Espíritu acude. El viene. La iniciativa es suya.

Sabemos que acude a nosotros en virtud de los méritos de Cristo. Es Cristo quien nos trae el Espíritu, quien nos lo manda; Él acude a nosotros porque Cristo nos lo envía. Date cuenta de esto. Lo sabemos por la fe.
Este saber que es la fe, y que es el principio de la transformación unitiva de voluntades, nos conduce a la Fuente.
Porque el Espíritu acude y nosotros acudimos a Él, porque queremos querer lo que quiere Cristo.
No te quepa duda.
Así que ama, y haz lo que quieras.

domingo, 7 de noviembre de 2010

El mérito de Cristo fue suficiente...y más que suficiente.

¿Cómo explicar que Dios tenga en cuenta lo que hacemos, y valore lo que hacemos con nuestra vida en Gracia?

No tenemos con que pagar al Señorlo que debemos por nuestros pecados. Esta es la verdad. El Señor, entonces, hace algo sorprendente.

Nos da con qué pagarle. Como si nos diera el capital que necesitamos para pagar. El nos da el capital para satisfacer la deuda que tenemos por nuestras iniquidades. Y nos da ese capital de forma que dice: es tuyo, de lo mío te doy. Ahora queda que nosotros aceptemos ese capital y digamos fiat!

Debemos aceptar ese ofrecimiento, ser humildes, y afirmar:

no tengo con lo mío para pagarte, Señor, acepto de lo tuyo.
El Señor no nos obliga a aceptar ese capital. Nos mueve a aceptarlo. Y si lo aceptamos voluntariamente, es por Él. Todo es Gracia

¿De aquí se desprende que tengamos, nosotros, que "sentir" la deuda como saldada? Por supuesto que no.

Nosotros lo unico que debemos sentir es una infinita gratitud al Señor por su misericordia. Deo omnis gloria.

Y saber que Él lo pone todo excepto lo que debemos poner nosotros: nuestro fiat.

El mérito de Cristo fue suficientísimo. No fue sólo el mérito justo para satisfacer por nuestros pecados originales, mortales y veniales, según 1 Juan 2, 2. Sin duda excedió lo justo: fue sobreabundante.

De esta sobreabundancia se da el que el mérito de Cristo inunda nuestras obras en Gracia, de forma que nos reparte de lo suyo y nos permite por herencia adoptar su mérito y hacerlo nuestro, no por derecho retributivo, sino por misericordia.

¿Cómo atribuir como nuestro el mérito de Cristo?

No nos lo atribuye el Señor de modo que es propio nuestro. De ninguna manera esto es así. Se nos atribuye por comunicación, de manera que Cristo Cabeza puede comunicar a sus miembros su Vida, que no es propia de sus miembros, sino de Él.

El Cardenal Cayetano lo explica con palabras hermosísimas en este texto del año 1532:


A todos los textos que expresan que no merecemos por nuestras obras la remisión de los pecados, no es preciso responder porque todos estamos de acuerdo con esta conclusión;

pero hay que responder a las citas aducidas para probar que no merecemos la vida eterna a través de nuestras obras. Cuando se argumenta con aquello de San Pablo a los romanos: el don de Dios es la vida eterna, se responde que también nosotros decimos y enseñamos esto, puesto que es don de Dios de la gracia santificante el que, por una parte, seamos miembros de Cristo; y por otra, que por la virtud de Cristo cabeza en nosotros merezcamos la vida eterna.

No decimos, pues, que merecemos la vida eterna por nuestras obras en cuanto son hechas por nosotros, sino en cuanto son hechas por Cristo en nosotros y por nosotros.

A lo que se objeta del testimonio de Cristo: decid que somos siervos inútiles, se responde con la misma distinción. Por mucho que cumplamos todas las obras mandadas por Cristo, en cuanto las cumplimos por nuestro libre albedrío somos hallados siervos inútiles para lo que se refiere a la casa del Padre celestial, inútiles para lo que se refiere a nuestra ciudad que está en los cielos, como son la remisión de los pecados, la gracia del Espíritu Santo, la caridad, etc., cosas propias de los hijos de Dios.


El motivo primero de esto es porque en cuanto obramos por nosotros mismos somos tan débiles que no podemos elevarnos a contribuir en nada al orden supremo de los bienes propios de los hijos de Dios.

Pero junto a esta verdad sigue en pie que nosotros mismos, en cuanto que obramos por Cristo cabeza en nosotros, como miembros vivos suyos, podemos contribuir mucho por nuestras obras a nuestra ciudad celestial y a la casa paterna, pues de este modo somos elevados al orden de hijos de Dios y así no somos inútiles sino miembros útiles para la casa paterna y la ciudad celestial.

La divina bondad ha provisto que alcancemos muchas cosas que nunca merecimos.


La divina bondad (como lo atestiguan Cristo, Isaías, Ezequiel y el Apóstol a los Hebreos) ha dado a las obras de los que vuelven a Dios una fuerza impetratoria para la remisión de los pecados por la divina misericordia a través del mérito de Cristo.

Los frutos de la Gracia

¿Nuestras obras en Gracia son fructificadoras (meritorias, se dice en teología clásica) de vida eterna?
Sí, en cuanto que proceden de la Gracia, del Espíritu Santo que habita en nosotros por la fe, fundamento y raíz de la justificación (Concilio de Trento, VI)

¿Las obras humanas son meritorias en sí mismas, por esencia y naturaleza?
No, de ninguna manera,
son meritorias de vida eterna en virtud de los méritos del Sacrificio del Señor, Fuente absoluta y única de todo mérito.

¿Cómo pueden entonces fructificar en nosotros de alguna manera la Gloria?
Sólo en cuanto proceden del Espíritu Santo que vive en el hombre por la gracia y la caridad. La gracia es como la semilla de Dios (1 Juan 3, 9) cuya virtud se extiende a generar el fruto.

El fruto (mérito) de la vida eterna no es una acción nuestra sino una acción de Cristo Cabeza , pues hay que apreciar (Rom. 12, 5; Efes. 4,16; Col. 2, 9-19) que los hombres constituidos en gracia son miembros vivos de Cristo cabeza:

Los sufrimientos y acciones de los miembros vivos de Cristo
son sufrimientos y acciones de Cristo Cabeza.

Lo atestigua el mismo Cristo en Hechos 9, 4:

Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?

Jesús identifica la persecución a los cristianos con la persecución a Él mismo.

Galatas. 2:
20 Vivo, pero no yo, sino Cristo que vive en mí.

Nuestras obras sobrenaturales y libres son fruto de la gracia de Cristo , son nuestras porque las realizamos nosotros en Cristo, es decir, en Gracia, pero son de Cristo, y como Cristo nos da de lo suyo, son nuestras en cuanto Cristo nos las da en el ser y el operar y nosotros las realizamos en el libre aceptar. Gracia y libertad humana se interconexan en la máxima agustiniana: Todo es Gracia.
La corona de la vida eterna es fruto de la Gracia aceptada libre y sobrenaturalmente. En esto se distingue el mérito para la vida eterna en los niños bautizados: a ellos se les regala la vida eterna tan sólo por el mérito de Cristo.

La más divina de todas las cosas, dice Dionisio en "Jerarquía Celestial" 3, es hacerse cooperador de Dios.

De aquí también se sigue que no es superfluo que recibamos como recompensa la vida eterna, entregada por misericordia en base a nuestra identificación libre con Cristo por la caridad, por la cual su mérito totalmente suficiente y sobreabundante se hace nuestro como por herencia.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Sed perfectos

Habéis de ser santos, porque Yo soy Santo (Levítico 11, 45)

Dios nos interpela a través de su Palabra.

Jesús, el Señor, nos habla al oído a ti y a mí, nos dice, con la fuerza y el calor de su divino Corazón:

Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mateo 5, 48)

No podemos conformarnos con la mediocridad. Nuestro Señor nos quiere perfectos, santos, y la principal razón nos la da Él mismo a través de su Palabra:

porque Yo soy Santo.

Esta es nuestra motivación.

El Reino de los Cielos no es más que la Vida de la Santidad de Dios; queramos que nuestra fe en Cristo sea plasmada en un conjunto de virtudes sobrenaturales que hagan operativa la caridad en la Gracia, para mayor Gloria de Dios.

Y se consigue a viva fuerza (Mateo 11, 12)

La fuerza de Dios es Cristo. Se adentra en nuestro ser por la Divina Liturgia, y nos da de beber. Anima nuestro vigor, nos llena de su fortaleza, nos empuja.

Nos da de todo lo suyo para que su Vida de Virtud sea nuestra, y alcancemos la perfección a viva fuerza, vitalizados por Él, dándole Gloria a Él.

De nuestro interior no brota el empuje para hacer el bien que deseamos. El ímpetu de perfección no arranca de nuestra naturaleza, pues aunque deseemos ser santos, ponerlo por obra no está a nuestro alcance. Necesitamos la Gracia.

En Romanos nos lo explica el Apóstol:

7:18 Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo.

7:19 Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago.

7:20 Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí.

7:21 Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí.

7:22 Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios;

7:23 pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros.

Que la santidad de Dios nos inunde.

Lo principal es acudir a la Fuente, estar en Gracia: Eucaristía. Confesión.

Y con la fuerza de Dios, que es Cristo, poner todo nuestro empeño vivo en imitar al Señor.

martes, 2 de noviembre de 2010

Canto de la Barca Pequeña

Que yo te siga hasta la muerte, Señor,
y nada en tu camino me detenga.

Que cual coral que al aire se endurece
sea mi alma verdad que permanece,
honda que al gigante llega, alcanza y vence.

Que nada me detenga.

Que cual la luz que a medianoche se despega
sin importarle ser única estrella,
sea crisol que al oro imprima forma,

y no le importe el dolor,
que todo lo deforma.

Que no haya abismo aque me apabulle,
ni tempestad que me detenga.
Que no haya bien
que con tu fuerza no conquiste,
ni mal que sin tu gracia me someta.

Que me acostumbre,
a viva fuerza,
al puente caído,
al paso quebrado, a la marea violenta,
a vivir sin asidero, salvo en Ti
¡Que nada me detenga!

lunes, 1 de noviembre de 2010

la Doctrina de la Justificación


Por su importancia en el Diálogo Ecuménico, reproduzco aquí algunos pasajes de la sublime doctrina de la Justificación del Concilio Tridentino. Creo que se desprenden de ella puntos en común que pueden ser de utilidad en el diálogo con nuestros hermanos separados, y nos puede servir para tener siempre delante el norte doctrinal al que hemos de tender para permanecer en la verdad, manteniéndonos firmes en ella, y revestidos de la armadura de la justicia del Señor (Efesios 6, 14)

SACROSANTO, ECUMÉNICO Y GENERAL CONCILIO DE TRENTO

LA JUSTIFICACIÓN

SESIÓN VI

Celebrada en 13 de enero de 1547.


DECRETO SOBRE LA JUSTIFICACIÓN


CAP. I. Que la naturaleza y la ley no pueden justificar a los hombres.
Ante todas estas cosas declara el santo Concilio, que para entender bien y sinceramente la doctrina de la Justificación, es necesario conozcan todos y confiesen, que habiendo perdido todos los hombres la inocencia en la prevaricación de Adán, hechos inmundos, y como el Apóstol dice, hijos de ira por naturaleza, según se expuso en el decreto del pecado original; en tanto grado eran esclavos del pecado, y estaban bajo el imperio del demonio, y de la muerte, que no sólo los gentiles por las fuerzas de la naturaleza, pero ni aun los Judíos por la misma letra de la ley de Moisés, podrían levantarse, o lograr su libertad; no obstante que el libre albedrío no estaba extinguido en ellos, aunque sí debilitadas sus fuerzas, e inclinado al mal.


CAP. II. De la misión y misterio de la venida de Cristo.
Con este motivo el Padre celestial, Padre de misericordias, y Dios de todo consuelo, envió a los hombres, cuando llegó aquella dichosa plenitud de tiempo, a Jesucristo, su hijo, manifestado, y prometido a muchos santos Padres antes de la ley, y en el tiempo de ella, para que redimiese los Judíos que vivían en la ley, y los gentiles que no aspiraban a la santidad, la lograsen, y todos recibiesen la adopción de hijos. A este mismo propuso Dios por reconciliador de nuestros pecados, mediante la fe en su pasión, y no sólo de nuestros pecados, sino de los de todo el mundo.
CAP. III. Quiénes se justifican por Jesucristo.
No obstante, aunque Jesucristo murió por todos, no todos participan del beneficio de su muerte, sino sólo aquellos a quienes se comunican los méritos de su pasión. Porque así como no nacerían los hombres efectivamente injustos, si no naciesen propagados de Adan; pues siendo concebidos por él mismo, contraen por esta propagación su propia injusticia; del mismo modo, si no renaciesen en Jesucristo, jamás serían justificados; pues en esta regeneración se les confiere por el mérito de la pasión de Cristo, la gracia con que se hacen justos. Por este beneficio nos exhorta el Apóstol a dar siempre gracias al Padre Eterno, que nos hizo dignos de entrar a la parte de la suerte de los santos en la gloria, nos sacó del poder de las tinieblas, y nos transfirió al reino de su hijo muy amado, en el que logramos la redención, y el perdón de los pecados.


CAP. IV. Se da idea de la justificación del pecador, y del modo con que se hace en la ley de gracia.
En las palabras mencionadas se insinúa la descripción de la justificación del pecador: de suerte que es tránsito del estado en que nace el hombre hijo del primer Adan, al estado de gracia y de adopción de los hijos de Dios por el segundo Adan Jesucristo nuestro Salvador. Esta traslación, o tránsito no se puede lograr, después de promulgado el Evangelio, sin el bautismo, o sin el deseo de él; según está escrito: No puede entrar en el reino de los cielos sino el que haya renacido del agua, y del Espíritu Santo.

CAP. V. De la necesidad que tienen los adultos de prepararse a la justificación, y de dónde provenga.
Declara además, que el principio de la misma justificación de los adultos se debe tomar de la gracia divina, que se les anticipa por Jesucristo: esto es, de su llamamiento, por el que son llamados sin mérito ninguno suyo; de suerte que los que eran enemigos de Dios por sus pecados, se dispongan por su gracia, que los excita y ayuda para convertirse a su propia justificación, asintiendo y cooperando libremente a la misma gracia; de modo que tocando Dios el corazón del hombre por la iluminación del Espíritu Santo, ni el mismo hombre deje de obrar alguna cosa, admitiendo aquella inspiración, pues puede desecharla; ni sin embargo pueda moverse sin la gracia divina a la justificación en la presencia de Dios por sola su libre voluntad. De aquí es, que cuando se dice en las sagradas letras: Convertíos a mí, y me convertiré a vosotros; se nos avisa de nuestra libertad; y cuando respondemos: Conviértenos a ti, Señor, y seremos convertidos; confesamos que somos prevenidos por la divina gracia.

CAP. VI. Modo de esta preparación.
Dispónense, pues, para la justificación, cuando movidos y ayudados por la gracia divina, y concibiendo la fe por el oído, se inclinan libremente a Dios, creyendo ser verdad lo que sobrenaturalmente ha revelado y prometido; y en primer lugar, que Dios justifica al pecador por su gracia adquirida en la redención por Jesucristo; y en cuanto reconociéndose por pecadores, y pasando del temor de la divina justicia, que últimamente los contrista, a considerar la misericordia de Dios, conciben esperanzas, de que Dios los mirará con misericordia por la gracia de Jesucristo, y comienzan a amarle como fuente de toda justicia; y por lo mismo se mueven contra sus pecados con cierto odio y detestación; esto es, con aquel arrepentimiento que deben tener antes del bautismo; y en fin, cuando proponen recibir este sacramento, empezar una vida nueva, y observar los mandamientos de Dios. De esta disposición es de la que habla la Escritura, cuando dice: El que se acerca a Dios debe creer que le hay, y que es remunerador de los que le buscan. Confía, hijo, tus pecados te son perdonados. Y, el temor de Dios ahuyenta al pecado. Y también: Haced penitencia, y reciba cada uno de vosotros el bautismo en el nombre de Jesucristo para la remisión de vuestros pecados, y lograréis el don del Espíritu Santo. Igualmente: Id pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, enseñándolas a observar cuanto os he encomendado. En fin: Preparad vuestros corazones para el Señor.


CAP. VII. Que sea la justificación del pecador, y cuáles sus causas.
A esta disposición o preparación se sigue la justificación en sí misma: que no sólo es el perdón de los pecados, sino también la santificación y renovación del hombre interior por la admisión voluntaria de la gracia y dones que la siguen; de donde resulta que el hombre de injusto pasa a ser justo, y de enemigo a amigo, para ser heredero en esperanza de la vida eterna. Las causas de esta justificación son: la final, la gloria de Dios, y de Jesucristo, y la vida eterna. La eficiente, es Dios misericordioso, que gratuitamente nos limpia y santifica, sellados y ungidos con el Espíritu Santo, que nos está prometido, y que es prenda de la herencia que hemos de recibir. La causa meritoria, es su muy amado unigénito Jesucristo, nuestro Señor, quien por la excesiva caridad con que nos amó, siendo nosotros enemigos, nos mereció con su santísima pasión en el árbol de la cruz la justificación, y satisfizo por nosotros a Dios Padre. La instrumental, además de estas, es el sacramento del bautismo, que es sacramento de fe, sin la cual ninguno jamás ha logrado la justificación. Ultimamente la única causa formal es la santidad de Dios, no aquella con que él mismo es santo, sino con la que nos hace santos; es a saber, con la que dotados por él, somos renovados en lo interior de nuestras almas, y no sólo quedamos reputados justos, sino que con verdad se nos llama así, y lo somos, participando cada uno de nosotros la santidad según la medida que le reparte el Espíritu Santo, como quiere, y según la propia disposición y cooperación de cada uno. Pues aunque nadie se puede justificar, sino aquel a quien se comunican los méritos de la pasión de nuestro Señor Jesucristo; esto, no obstante, se logra en la justificación del pecador, cuando por el mérito de la misma santísima pasión se difunde el amor de Dios por medio del Espíritu Santo en los corazones de los que se justifican, y queda inherente en ellos. Resulta de aquí que en la misma justificación, además de la remisión de los pecados, se difunden al mismo tiempo en el hombre por Jesucristo, con quien se une, la fe, la esperanza y la caridad; pues la fe, a no agregársele la esperanza y caridad, ni lo une perfectamente con Cristo, ni lo hace miembro vivo de su cuerpo. Por esta razón se dice con suma verdad: que la fe sin obras es muerta y ociosa; y también: que para con Jesucristo nada vale la circuncisión, ni la falta de ella, sino la fe que obra por la caridad. Esta es aquella fe que por tradición de los Apóstoles, piden los Catecúmenos a la Iglesia antes de recibir el sacramento del bautismo, cuando piden la fe que da vida eterna; la cual no puede provenir de la fe sola, sin la esperanza ni la caridad. De aquí es, que inmediatamente se les dan por respuesta las palabras de Jesucristo: Si quieres entrar en el cielo, observa los mandamientos. En consecuencia de esto, cuando reciben los renacidos o bautizados la verdadera y cristiana santidad, se les manda inmediatamente que la conserven en toda su pureza y candor como la primera estola, que en lugar de la que perdió Adan por su inobediencia, para sí y sus hijos, les ha dado Jesucrito con el fin de que se presenten con ella ante su tribunal, y logren la salvación eterna.


CAP. VIII. Cómo se entiende que el pecador se justifica por la fe, y gratuitamente.
Cuando dice el Apóstol que el hombre se justifica por la fe, y gratuitamente; se deben entender sus palabras en aquel sentido que adoptó, y ha expresado el perpetuo consentimiento de la Iglesia católicaa; es a saber, que en tanto se dice que somos justificados por la fe, en cuanto esta es principio de la salvación del hombre, fundamento y raíz de toda justificación, y sin la cual es imposible hacerse agradables a Dios, ni llegar a participar de la suerte de hijos suyos. En tanto también se dice que somos justificados gratuitamente, en cuanto ninguna de las cosas que preceden a la justificación, sea la fe, o sean las obras, merece la gracia de la justificación: porque si es gracia, ya no proviene de las obras: de otro modo, como dice el Apóstol, la gracia no sería gracia.



CAP. X. Del aumento de la justificación ya obtenida.
Justificados pues así, hechos amigos y domésticos de Dios, y caminando de virtud en virtud, se renuevan, como dice el Apóstol, de día en día; esto es, que mortificando su carne, y sirviéndose de ella como de instrumento para justificarse y santificarse, mediante la observancia de los mandamientos de Dios, y de la Iglesia, crecen en la misma santidad que por la gracia de Cristo han recibido, y cooperando la fe con las buenas obras, se justifican más; según está escrito: El que es justo, continúe justificándose. Y en otra parte: No te receles de justificarte hasta la muerte. Y además: Bien veis que el hombre se justifica por sus obras, y no solo por la fe. Este es el aumento de santidad que pide la Iglesia cuando ruega: Danos, Señor, aumento de fe, esperanza y caridad.
CAP. XI. De la observancia de los mandamientos, y de cómo es necesario y posible observarlos.
Pero nadie, aunque esté justificado, debe persuadirse que está exento de la observancia de los mandamientos, ni valerse tampoco de aquellas voces temerarias, y prohibidas con anatema por los Padres, es a saber: que la observancia de los preceptos divinos es imposible al hombre justificado. Porque Dios no manda imposibles; sino mandando, amonesta a que hagas lo que puedas, y a que pidas lo que no puedas; ayudando al mismo tiempo con sus auxilios para que puedas; pues no son pesados los mandamientos de aquel, cuyo yugo es suave, y su carga ligera. Los que son hijos de Dios, aman a Cristo; y los que le aman, como él mismo testifica, observan sus mandamientos. Esto por cierto, lo pueden ejecutar con la divina gracia; porque aunque en esta vida mortal caigan tal vez los hombres, por santos y justos que sean, a lo menos en pecados leves y cotidianos, que también se llaman veniales; no por esto dejan de ser justos; porque de los justos es aquella voz tan humilde como verdadera: Perdónanos nuestras deudas. Por lo que tanto más deben tenerse los mismos justos por obligados a andar en el camino de la santidad, cuanto ya libres del pecado, pero alistados entre los siervos de Dios, pueden, viviendo sobria, justa y piadosamente, adelantar en su aprovechamiento con la gracia de Jesucristo, qu fue quien les abrió la puerta para entrar en esta gracia. Dios por cierto, no abandona a los que una vez llegaron a justificarse con su gracia, como estos no le abandonen primero. En consecuencia, ninguno debe engreírse porque posea sola la fe, persuadiéndose de que sólo por ella está destinado a ser heredero, y que ha de conseguir la herencia, aunque no sea partícipe con Cristo de su pasión, para serlo también de su gloria; pues aun el mismo Cristo, como dice el Apóstol: Siendo hijo de Dios aprendió a ser obediente en las mismas cosas que padeció, y consumada su pasión, pasó a ser la causa de la salvación eterna de todos los que le obedecen. Por esta razón amonesta el mismo Apóstol a los justificados, diciendo: ¿Ignoráis que los que corren en el circo, aunque todos corren, uno solo es el que recibe el premio? Corred, pues, de modo que lo alcancéis. Yo en efecto corro, no como a objeto incierto; y peleo, no como quien descarga golpes en el aire; sino mortifico mi cuerpo, y lo sujeto; no sea que predicando a otros, yo me condene. Además de esto, el Príncipe de los Apóstoles san Pedro dice: Anhelad siempre por asegurar con vuestras buenas obras vuestra vocación y elección; pues procediendo así, nunca pecaréis. De aquí consta que se oponen a la doctrina de la religión católica los que dicen que el justo peca en toda obra buena, a lo menos venialmente, o lo que es más intolerable, que merece las penas del infierno; así como los que afirman que los justos pecan en todas sus obras, si alentando en la ejecución de ellas su flojedad, y exhortándose a correr en la palestra de esta vida, se proponen por premio la bienaventuranza, con el objeto de que principalmente Dios sea glorificado; pues la Escritura dice: Por la recompensa incliné mi corazón a cumplir tus mandamientos que justifican. Y de Moisés dice el Apóstol, que tenía presente, o aspiraba a la remuneración.

CAP. XII. Debe evitarse la presunción de creer temerariamente su propia predestinación.
Ninguno tampoco, mientras se mantiene en esta vida mortal, debe estar tan presuntuosamente persuadido del profundo misterio de la predestinación divina, que crea por cierto es seguramente del número de los predestinados; como si fuese constante que el justificado, o no puede ya pecar, o deba prometerse, si pecare, el arrepentimiento seguro; pues sin especial revelación, no se puede sabe quiénes son los que Dios tiene escogidos para sí.


CAP. XIII. Del don de la perseverancia.
Lo mismo se ha de creer acerca del don de la perseverancia, del que dice la Escritura: El que perseverare hasta el fin, se salvará: lo cual no se puede obtener de otra mano que de la de aquel que tiene virtud de asegurar al que está en pie para que continúe así hasta el fin, y de levantar al que cae. Ninguno se prometa cosa alguna cierta con seguridad absoluta; no obstante que todos deben poner, y asegurar en los auxilios divinos la más firme esperanza de su salvación. Dios por cierto, a no ser que los hombres dejen de corresponder a su gracia, así como principió la obra buena, la llevará a su perfección, pues es el que causa en el hombre la voluntad de hacerla, y la ejecución y perfección de ella. No obstante, los que se persuaden estar seguros, miren no caigan; y procuren su salvación con temor y temblor, por medio de trabajos, vigilias, limosnas, oraciones, oblaciones, ayunos y castidad: pues deben estar poseídos de temor, sabiendo que han renacido a la esperanza de la gloria, mas todavía no han llegado a su posesión saliendo de los combates que les restan contra la carne, contra el mundo y contra el demonio; en los que no pueden quedar vencedores sino obedeciendo con la gracia de Dios al Apóstol san Pablo, que dice: Somos deudores, no a la carne para que vivamos según ella: pues si viviéreis según la carne, moriréis; mas si mortificareis con el espíritu las acciones de la carne, viviréis.

CAP. XIV. De los justos que caen en pecado, y de su reparación.
Los que habiendo recibido la gracia de la justificación, la perdieron por el pecado, podrán otra vez justificarse por los méritos de Jesucristo, procurando, excitados con el auxilio divino, recobrar la gracia perdida, mediante el sacramento de la Penitencia. Este modo pues de justificación, es la reparación o restablecimiento del que ha caído en pecado; la misma que con mucha propiedad han llamado los santos Padres segunda tabla después del naufragio de la gracia que perdió. En efecto, por los que después del bautismo caen en el pecado, es por los que estableció Jesucristo el sacramento de la Penitencia, cuando dijo: Recibid el Espíritu Santo: a los que perdonáreis los pecados, les quedan perdonados; y quedan ligados los de aquellos que dejeis sin perdonar. Por esta causa se debe enseñar, que es mucha la diferencia que hay entre la penitencia del hombre cristiano después de su caída, y la del bautismo; pues aquella no sólo incluye la separación del pecado, y su detestación, o el corazón contrito y humillado; sino también la confesión sacramental de ellos, a lo menos en deseo para hacerla a su tiempo, y la absolución del sacerdote; y además de estas, la satisfacción por medio de ayunos, limosnas, oraciones y otros piadosos ejercicios de la vida espiritual: no de la pena eterna, pues esta se perdona juntamente con la culpa o por el sacramento, o por el deseo de él; sino de la pena temporal, que según enseña la sagrada Escritura, no siempre, como sucede en el bautismo, se perdona toda a los que ingratos a la divina gracia que recibieron, contristaron al Espíritu Santo, y no se avergonzaron de profanar el templo de Dios. De esta penitencia es de la que dice la Escritura: Ten presente de qué estado has caído: haz penitencia, y ejecuta las obras que antes. Y en otra parte: La tristeza que es según Dios, produce una penitencia permanente para conseguir la salvación. Y además: Haced penitencia, y haced frutos dignos de penitencia.


CAP. XV. Con cualquier pecado mortal se pierde la gracia, pero no la fe.
Se ha de tener también por cierto, contra los astutos ingenios de algunos que seducen con dulces palabras y bendiciones los corazones inocentes, que la gracia que se ha recibido en la justificación, se pierde no solamente con la infidelidad, por la que perece aún la misma fe, sino también con cualquiera otro pecado mortal, aunque la fe se conserve: defendiendo en esto la doctrina de la divina ley, que excluye del reino de Dios, no sólo los infieles, sino también los fieles que caen en la fornicación, los adúlteros, afeminados, sodomitas, ladrones, avaros, vinosos, maldicientes, arrebatadores, y todos los demás que caen en pecados mortales; pues pueden abstenerse de ellos con el auxilio de la divina gracia, y quedan por ellos separados de la gracia de Cristo.

CAP. XVI. Del fruto de la justificación; esto es, del mérito de las buenas obras, y de la esencia de este mismo mérito.
A las personas que se hayan justificado de este modo, ya conserven perpetuamente la gracia que recibieron, ya recobren la que perdieron, se deben hacer presentes las palabras del Apóstol san Pablo: Abundad en toda especie de obras buenas; bien entendidos de que vuestro trabajo no es en vano para con Dios; pues no es Dios injusto de suerte que se olvide de vuestras obras, ni del amor que manifestásteis en su nombre. Y: No perdáis vuestra confianza, que tiene un gran galardón. Y esta es la causa porque a los que obran bien hasta la muerte, y esperan en Dios, se les debe proponer la vida eterna, ya como gracia prometida misericordiosamente por Jesucristo a los hijos de Dios, ya como premio con que se han de recompensar fielmente, según la promesa de Dios, los méritos y buenas obras. Esta es, pues, aquella corona de justicia que decía el Apóstol le estaba reservada para obtenerla después de su contienda y carrera, la misma que le había de adjudicar el justo Juez, no solo a él, sino también a todos los que desean su santo advenimiento. Pues como el mismo Jesucristo difunda perennemente su virtud en los justificados, como la cabeza en los miembros, y la cepa en los sarmientos; y constante que su virtud siempre antecede, acompaña y sigue a las buenas obras, y sin ella no podrían ser de modo alguno aceptas ni meritorias ante Dios; se debe tener por cierto, que ninguna otra cosa falta a los mismos justificados para creer que han satisfecho plenamente a la ley de Dios con aquellas mismas obras que han ejecutado, según Dios, con proporción al estado de la vida presente; ni para que verdaderamente hayan merecido la vida eterna (que conseguirán a su tiempo, si murieren en gracia): pues Cristo nuestro Salvador dice: Si alguno bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed por toda la eternidad, sino logrará en sí mismo una fuente de agua que corra por toda la vida eterna. En consecuencia de esto, ni se establece nuestra justificación como tomada de nosotros mismos, ni se desconoce, ni desecha la santidad que viene de Dios; pues la santidad que llamamos nuestra, porque estando inherente en nosotros nos justifica, esa misma es de Dios: porque Dios nos la infunde por los méritos de Cristo. Ni tampoco debe omitirse, que aunque en la sagrada Escritura se de a las buenas obras tanta estimación, que promete Jesucristo no carecerá de su premio el que de a uno de sus pequeñuelos de beber agua fría; y testifique el Apóstol, que el peso de la tribulación que en este mundo es momentáneo y ligero, nos da en el cielo un excesivo y eterno peso de gloria; sin embargo no permita Dios que el cristiano confíe, o se gloríe en sí mismo, y no en el Señor; cuya bondad es tan grande para con todos los hombres, que quiere sean méritos de estos los que son dones suyos. Y por cuanto todos caemos en muchas ofensas, debe cada uno tener a la vista así como la misericordia y bondad, la severidad y el juicio: sin que nadie sea capaz de calificarse a sí mismo, aunque en nada le remuerda la conciencia; pues no se ha de examinar ni juzgar toda la vida de los hombres en tribunal humano, sino en el de Dios, quien iluminará los secretos de las tinieblas, y manifestará los designios del corazón y entonces logrará cada uno la alabanza y recompensa de Dios, quien, como está escrito, les retribuirá según sus obras.
Después de explicada esta católica doctrina de la justificación, tan necesaria, que si alguno no la admitiere fiel y firmemente, no se podrá justificar, ha decretado el santo Concilio agregar los siguientes cánones, para que todos sepan no sólo lo que deben adoptar y seguir, sino también lo que han de evitar y huir.