domingo, 30 de enero de 2011

Testigos de la Verdad Completa (viejos y nuevos errores, II)

¿Para qué somos enviados al mundo los cristianos?
Para dar testimonio de la Verdad,
es decir, testimonio de Cristo, que dijo de sí mismo:
Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida (Juan 14, 6).

Los cristianos, pues, creemos que existe una verdad absoluta, un camino y modo de vida verdaderos, y una Vida que no es cualquier vida, sino aquella que es anticipo de la eterna y que nos hace, por la Gracia, ciudadanos del Cielo (y no de este mundo, en que estamos tan sólo de paso y como extranjeros)

Por esto, cuando escuchamos a otros católicos afirmar cosas gravemente erróneas con gran convicción, lamentamos no puedan, de esta forma, dar testimonio de esa Verdad completa y sin merma que es Cristo mismo.

Semanas atrás, conversando y recordando conversaciones con personas de mi entorno, he estado reflexionando acerca de las graves consecuencias de abandonar el Magisterio inerrante de la Iglesia:
la inteligencia de las cosas sagradas y los misterios de nuestra Religión se ofusca y vuelve vulnerable a viejos errores, que regrasan aliñados de New Age.

Hace poco debatí con un viejo conocido acerca de la Comunión Eucarística.

Me manifestó que él, aunque no creía que Jesús estuviera presente en el Pan Eucarístico de forma real y completa, creía que la comunión le proporcionaba una especie como de fuerza moral para hacer el bien. Pero que era solamente eso, una fuerza.

Esta idea me recordó la falsa doctrina de los energetistas, discípulos de Calvino y Melanchton, que negaban la transusbtanciación y sostenían que bajo las especies eucarísticas sólo se hallaba la energía de Cristo, su fuerza, pero no a Jesucristo mismo, en cuanto persona, entero, con su Cuerpo, Sangre, Alma, Humanidad y Divinidad.

Tras exponerle la doctrina verdadera y prosiguiendo el debate, esta persona afirmó, para hacer frente a mis objeciones, que el Cuerpo de Cristo puede estar en el pan eucarístico, pero que es "evidente" que el pan no desaparece, que hay verdaderamente pan, y que puede aceptarme en todo caso que Cristo está pero bajo la sustancia del pan, como oculto tras ella, porque el pan sigue siendo pan en sí mismo.

Cae, con esta afirmación, en la muy antigua herejía de la impanación, que afirma esto mismo.

Le hice ver su error, y pasó a afirmarme, algo nervioso, que entonces, a lo sumo, podría creer que Jesús se ha unido a la sustancia del pan, a la manera de una suma de sustancias, cayendo, así, en el error jacobita.

El Concilio de Trento aclaró esta vieja cuestión:
"Si alguno dijere que en el sacrosanto sacramento de la Eucaristía permanecen las substancias del pan y del vino juntamente con la sangre y el cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo, sea anatema"

Y es que las palabras del Señor son muy claras:

Esto es mi cuerpo.

La palabra es tiene tal fuerza, que expresa con nitidez diamantina que toda la substancia de Cristo está presente ahí, como un ser nuevo. Si aún permaneciera la substancia del pan, no habría asegurado el Señor: Esto es mi cuerpo.

Ni tampoco todo esto:

El pan que yo os daré es mi carne, vida del mundo (Jn 6,51),

En verdad, en verdad as digo que, si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros (Jn 6,53).

Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida (Jn 6,55).

Son palabras muy claras que nos hablan del Misterio verdadero de Cristo, que nos sana con su Carne y su Sangre. Y si nos sana es porque estamos enfermos y necesitamos infinitamente más que tecnicas new age de autoayuda o un suministro de energía moral.

Son viejos errores que vuelven porque proceden de nuestra soberbia racionalista y antropocéntrica, que nos hace creer que nosotros solos podemos, si queremos.

Pero la realidad es bien distinta: sin Cristo, sin su Carne y su Sangre, nada podemos, porque sin la Gracia Sacramental del Señor estamos perdidos.


LAUS DEO VIRGINIQUE MATRI

domingo, 23 de enero de 2011

Errores antiguos, errores de hoy

Releyendo algunas cosas del filósofo Pedro Abelardo, nacido en La Pallet, Nantes, en 1079, he comprobado la tremenda actualidad de sus errores.

Son equívocos masivos, que repuntan hoy en día, como tantos otros errores que resurgen y vuelven para confundir a los fieles. Todos proceden de la misma fuente: la sobrevaloración del ser humano, de sus fuerzas naturales, y la falta de fe en la divinidad de Jesús.

Abelardo, profesor de teología, defendía errores que el Concilio de Soissons, (alentado por San Bernardo de Claraval, del cual es la bellísima imagen que acompaña esta entrada) en 1121, condenó formalmente.

San Bernardo estudió profundamente la base de estas equivocaciones de Pedro Abelardo, y las remitió al Papa Inocencio II.

Veamos algunos de estos errores, y comprobaremos la vigencia de los mismos en ciertos sectores católicos y en teólogos de nuestros días.

1. Pedro Abelardo defendía que la potencia del Hijo era respecto a la del Padre como "la de la especie al género". Es decir, que aunque en el Hijo había manifestación divina, no era totalmente Dios, y su potencia sobrenatural estaba subordinada al Padre, como una especie al género al que pertenece.

A las personas que tengan formación científica esto les sonará mucho, pues la especie es el segundo término del nombre científico, y el género el primero. Pues Abelardo dice, más o menos, que el Hijo es especie, y sólo tiene poder referido a su género. Este es un error de tipo arriano, sin duda, que vemos presente en muchas obras de tólogos de hoy, donde si bien afirman que Jesús tiene cierta relación personal y especial con Dios, no es totalmente Dios.

2. Otra afirmación de Pedro Abelardo consiste en identificar al Espíritu Santo como una especie de fuerza espiritual. Esto recuerda mucho el concepto New Age de Dios como fuerza o energía presente en el mundo. Es una afirmación, la de que el Espíritu Santo es el alma del mundo, que San Bernardo de Claraval encontró panteísta, como ciertamente lo es. Es fácil comprobar cómo ese panteísmo está presente en la espiritualidad New Age, en el pelagianiasmo orientalista de las técnicas de meditación y autoayuda, y en el modernismo teológico. No hay más que leer las obras pseudomísticas de nuestra literatura para comprobarlo.
3. Pero es en el Artículo 7 de la carta de San Bernardo de Claraval a Inocencio II donde encontramos la denuncia del error más llamativamente contemporáneo, más extendido entre numerosos ambientes católicos: Jesús es sólo un modelo ético, un ejemplo a seguir, un prototipo de los valores humanos que queremos llevar a nuestra vida. Es un error pelagiano.
Este es el error 7:

El Hijo de Dios no fue a la muerte para librar al hombre del pecado, sino para inflamarnos de amor por Él, y no se encarnó sino para instruirnos y servirnos de ejemplo a seguir.

¡Aquí tenemos el error funesto del humanismo materialista y pelagiano que tanto ha cundido en parroquias, seminarios, téologos y fieles. ¿No hallamos su eco en la obra de tantos teólogos de moda durante los últimos veinte años, para los que la Gracia del Señor es absolutamente innecesaria, y los sacramentos son vestigios del pasado? El hombre se basta a sí mismo. Esto es lo que nos dice Abelardo. Es capaz de seguir a Cristo, de imitarle, sin necesidad de la Gracia. ¡Pelagianismo puro!

4. Y observad este, cómo resuena en la nefasta filosofía moderna de la educación: El niño viene al mundo sin pecado original, hay que existir primero para tener herida moral. ¡Error, de nuevo, pelagiano! "El niño es bueno, no está inclinado al mal, por sí mismo, libre de toda culpa de origen, es capaz de inclinarse al bien por sí solo". ¿No hallamos aquí resonancias en la pedagogía de la Logse?

5. El Artículo 12 es tan sustancioso que lo copio:

"No hay pecado cuando se obra con ignorancia, sino sólo cuando se tiene conciencia de lo que se hace". Esto parece cierto, porque lo dice la teologíoa moral verdadera, pero, por sí solo, es incompleto. Hay que decírselo claro a profesores de moral, que no conocen la apostilla de San Bernardo a esta idea tan actual de Abelardo, usada para liberar de responsabilidad moral a la sociedad de hoy en día:

Así comenta el santo esta afirmación:

"Lo cual es cierto, siempre que se subraye la obligatoriedad de vencer la ignorancia culpable".

Significativo es que todos esto errores procedan de un manual de teología. Estamos en contra de la teología que se desvincula del Magisterio, de la Escritura, de la Tradición, como la de Pedro Abelardo. Estamos en contra de la teología no teológica, como la que contienen estos errores, tan actuales, del filósofio de Nantes.

Pues toda teología no bíblica y no tradicional, que obvie el Magisterio, es teología no teológica.

Porque la teología, como la filosofía verdadera, su sierva fiel, sólo puede ser Ciencia obediente, ciencia de Amor al Logos, en que la creatividad no puede ni debe existir.

Pero Abelardo fue, sin embargo, humilde. Murió en el monasterio de Saint Marcel, en 1142, arrepentido de sus errores, y dando ejempo a los religiosos de austeridad y humildad.


LAUS DEO VIRGINIQUE MATRI


sábado, 22 de enero de 2011

El Misterio de la Iglesia

La Nueva Evangelización que nos pedía a los cristianos Juan Pablo II pasa, sin duda, por un apostolado amoroso, ferviente, del amor a la Iglesia: una, santa, católica y apostólica.

El Magisterio de la Iglesia tiene pasajes de belleza y profundidad admirables referidos al Misterio de la Iglesia, Cuerpo del Señor. He estado recopilando algunos fragmentos de especial relevancia para los tiempos que corren, cuando las personas con que nos encontramos, amigos, conocidos, compañeros de trabajo, etc., nos piden razones de nuestro amor al Cuerpo de Cristo.

A continuación copio algunos fragmentos de la preciosa encíclica del gran Pío XII, (un Papa por el que siento una especial admiración y cariño), Mystici Corporis, que he estado leyendo y estudiando con intensidad esta última semana, admirado por la claridad diamantina de su doctrina.

En la próxima entrada recordaremos algunos pasajes muy clarificadores de las enseñanzas de León XII y el Concilio Vaticano II sobre el Cuerpo del Señor.

MYSTICI CORPORIS
CARTA ENCÍCLICA
DEL SUMO PONTÍFICE
PÍO XII
SOBRE EL CUERPO MÍSTICO DE CRISTO

1. La Doctrina sobre el Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia, recibida primeramente de labios del mismo Redentor, por la que aparece en su propia luz el gran beneficio (nunca suficientemente alabado) de nuestra estrechísima unión con tan excelsa Cabeza, es, en verdad, de tal índole que, por su excelencia y dignidad, invita a su contemplación a todos y cada uno de los hombres movidos por el Espíritu divino, e ilustrando sus mentes los mueve en sumo grado a la ejecución de aquellas obras saludables que están en armonía con sus mandamientos.
Nos proponemos, en efecto, hablar de las riquezas encerradas en el seno de la Iglesia, que Cristo ganó con su propia sangre y cuyos miembros se glorían de tener una Cabeza ceñida de corona de espinas. Lo cual ciertamente es claro testimonio de que todo lo más glorioso y eximio no nace sino de los dolores, y que, por lo tanto, hemos de alegrarnos cuando participamos de la pasión de Cristo, a fin de que nos gocemos también con júbilo cuando se descubra su gloria.

2. Ante todo, debe advertirse que, así como el Redentor del género humano fue vejado, calumniado y atormentado por aquellos mismos cuya salvación había tomado a su cargo, así la sociedad por El fundada se parece también en esto a su Divino Fundador. Porque, aun cuando no negamos, antes bien lo confesamos con ánimo agradecido a Dios, que, incluso en esta nuestra turbulenta época, no pocos, aunque separados de la grey de Cristo, miran a la Iglesia como a único puerto de salvación; sin embargo, no ignoramos que la Iglesia de Dios no sólo es despreciada, y soberbia y hostilmente rechazada, por aquellos que, menospreciando la luz de la sabiduría cristiana, vuelven misérrimamente a las doctrinas, costumbres e instituciones de la antigüedad pagana, sino que muchas veces es ignorada, despreciada y aun mirada con cierto tedio y enojo, hasta por muchísimos cristianos, atraídos por la falsa apariencia de los errores, o halagados por los alicientes y corrupte las del siglo.


Hay, pues, motivo, Venerables Hermanos, para que Nos, por la obligación misma de Nuestra conciencia y asintiendo a los deseos de muchos, celebremos, poniéndolas ante los ojos de todos, la hermosura, alabanza y gloria de la Madre Iglesia, a quien después de Dios debemos todo.

Y abrigamos la esperanza de que estas Nuestras enseñanzas y exhortaciones han de producir frutos muy abundantes para los fieles en los momentos actuales, pues sabemos cómo tantas calamidades y dolores de esta borrascosa edad que acerbamente atormentan a una multitud casi innumerable de hombres, si se reciben como de la mano de Dios con ánimo resignado y tranquilo, levantan con cierto natural impulso sus almas de lo terreno y deleznable a lo celestial y eternamente duradero y excitan en ellas una misteriosa sed de las cosas espirituales y un intenso anhelo que, con el estímulo del Espíritu divino, las mueve y en cierto modo las impulsa a buscar con más ansia el Reino de Dios.

Porque, a la verdad, cuanto más los hombres se apartan de las vanidades de este siglo y del desordenado amor de las cosas presentes, tanto más aptos se hacen ciertamente para penetrar en la luz de los misterios sobrenaturales. En verdad, hoy se echa de ver, quizá más claramente que nunca, la futilidad y la vanidad de lo terrenal, cuando se destruyen reinos y naciones, cuando se hunden en los vastos espacios del océano inmensos tesoros y riquezas de toda clase, cuando ciudades, pueblos y las fértiles tierras quedan arrasados bajo enormes ruinas y manchados con sangre de hermanos.

3. Confiamos, además, que cuanto a continuación hemos de exponer acerca del Cuerpo místico de Jesucristo no sea desagradable ni inútil aun a aquellos que están fuera del seno de la Iglesia Católica. Y ello no sólo porque cada día parece crecer su benevolencia para con la Iglesia, sino también porque, viendo como ven al presente levantarse una nación contra otra nación y un reino contra otro reino y crecer sin medida las discordias, las envidias y las semillas de enemistad; si vuelven sus ojos a la Iglesia, si contemplan su unidad recibida del Cielo -en virtud de la cual todos los hombres de cualquier estirpe que sean se unen con lazo fraternal a Cristo-, sin duda se verán obligados a admirar una sociedad donde reina caridad semejante, y con la inspiración y ayuda de la gracia divina se verán atraídos a participar de la misma unidad y caridad.

4. Nuestra pastoral solicitud, sin embargo, es la que Nos mueve principalmente a tratar ahora con mayor extensión de esta excelsa doctrina. Muchas cosas, en verdad, se han publicado sobre este asunto; y no ignoramos que son muchos los que hoy se dedican con mayor interés a estos estudios, con los que también se deleita y alimenta la piedad de los cristianos. Y este efecto parece que se ha de atribuir principalmente a que la restauración de los estudios litúrgicos, la costumbre introducida de recibir con mayor frecuencia el manjar Eucarístico, y por fin el culto más intenso al Sacratísimo Corazón de Jesús, de que hoy gozamos, han encaminado muchas almas a la contemplación más profunda de las inescrutables riquezas de Cristo que se guardan en la Iglesia.

LA IGLESIA ES EL CUERPO MISTICO DE CRISTO
6. Al meditar esta doctrina, Nos vienen, desde luego, a la mente las palabras del Apóstol: Donde abundó el delito, allí sobreabundó la gracia. Consta, en efecto, que el padre del género humano fue colocado por Dios en tan excelsa condición, que habría de comunicar a sus descendientes, junto con la vida terrena, la vida sobrenatural de la gracia. Pero, después de la miserable caída de Adán, todo el género humano, viciado con la mancha original, perdió la participación de la naturaleza divina y quedamos todos convertidos en hijos de ira .

Mas el misericordiosísimo Dios de tal modo amó al mundo, que le dio su Hijo Unigénito, y el Verbo del Padre Eterno con aquel mismo único divino amor asumió de la descendencia de Adán la naturaleza humana, pero inocente y exenta de toda mancha, para que del nuevo y celestial Adán se derivase la gracia del Espíritu Santo a todos los hijos del primer padre; los cuales, habiendo sido por el pecado del primer hombre privados de la adoptiva filiación divina, hechos ya por el Verbo Encarnado hermanos, según la carne, del Hijo Unigénito de Dios, recibieran el poder de llegar a ser hijos de Dios

Y por esto Cristo Jesús, pendiente de la cruz, no sólo resarció a la justicia violada del Eterno Padre, sino que nos mereció, además, como a consanguíneos suyos, una abundancia inefable de gracias. Y bien pudiera, en verdad, haberla repartido directamente por sí mismo al género humano, pero quiso hacerlo por medio de una Iglesia visible en que se reunieran los hombres, para que todos cooperasen, con El y por medio de aquélla, a comunicarse mutuamente los divinos frutos de la Redención.

Porque así como el Verbo de Dios, para redimir a los hombres con sus dolores y tormentos, quiso valerse de nuestra naturaleza, de modo parecido en el decurso de los siglos se vale de su Iglesia para perpetuar la obra comenzada

Ahora bien: para definir y describir esta verdadera Iglesia de Cristo -que es la Iglesia santa, católica, apostólica, romana- nada hay más noble, nada más excelente, nada más divino que aquella frase con que se la llama el Cuerpo místico de Cristo; expresión que brota y aun germina de todo lo que en las Sagradas Escrituras y en los escritos de los Santos Padres frecuentemente se enseña.

LA IGLESIA ES UN "CUERPO"
7. Que la Iglesia es un cuerpo lo dice muchas veces el sagrado texto. Cristo -dice el Apóstol- es la cabeza del cuerpo de la Iglesia. Ahora bien; si la Iglesia es un cuerpo, necesariamente ha de ser uno e indiviso, según aquello de San Pablo: Muchos formamos en Cristo un solo cuerpo. Y no solamente debe ser uno e indiviso, sino también algo concreto y claramente visible, como en su encíclica Satis cognitum afirma Nuestro predecesor León XIII, de f. m.: Por lo mismo que es cuerpo, la Iglesia se ve con los ojos.

Por lo cual se apartan de la verdad divina aquellos que se forjan la Iglesia de tal manera, que no pueda ni tocarse ni verse, siendo solamente un ser neumático, como dicen, en el que muchas comunidades de cristianos, aunque separadas mutuamente en la fe, se junten, sin embargo, por un lazo invisible.
Mas el cuerpo necesita también multitud de miembros, que de tal manera estén trabados entre sí, que mutuamente se auxilien. Y así como en este nuestro organismo mortal, cuando un miembro sufre, todos los otros sufren también con él, y los sanos prestan socorro a los enfermos, así también en la Iglesia los diversos miembros no viven únicamente para sí mismos, sino que ayudan también a los demás, y se ayudan unos a otros, ya para mutuo alivio, ya también para edificación cada vez mayor de todo el cuerpo.

Mas en manera alguna se ha de pensar que esta estructura ordenada u orgánica del Cuerpo de la Iglesia, se limita o reduce solamente a los grados de la jerarquía; o que, como dice la sentencia contraria, consta solamente de los carismáticos, los cuales, dotados de dones prodigiosos, nunca han de faltar en la Iglesia. Se ha de tener, eso sí, por cosa absolutamente cierta, que los que en este Cuerpo poseen la sagrada potestad, son los miembros primarios y principales, puesto que por medio de ellos, según el mandato mismo del Divino Redentor, se perpetúan los oficios de Cristo, doctor, rey y sacerdote.

Ni puede pensarse que el Cuerpo de la Iglesia, por el hecho de honrarse con el nombre de Cristo, aun en el tiempo de esta peregrinación terrenal, conste únicamente de miembros eminentes en santidad, o se forme solamente por la agrupación de los que han sido predestinados a la felicidad eterna.

Porque la infinita misericordia de nuestro Redentor no niega ahora un lugar en su Cuerpo místico a quienes en otro tiempo no negó la participación en el convite.

Puesto que no todos los pecados, aunque graves, separan por su misma naturaleza al hombre del Cuerpo de la Iglesia, como lo hacen el cisma, la herejía o la apostasía

Ni se ha de creer que su gobierno se ejerce solamente de un modo invisible y extraordinario, siendo así que también de una manera patente y ordinaria gobierna el Divino Redentor, por su Vicario en la tierra, a su Cuerpo místico. Hállanse, pues, en un peligroso error quienes piensan que pueden abrazar a Cristo, Cabeza de la Iglesia, sin adherirse fielmente a su Vicario en la tierra. Porque, al quitar esta Cabeza visible, y romper los vínculos sensibles de la unidad, oscurecen y deforman el Cuerpo místico del Redentor, de tal manera, que los que andan en busca del puerto de salvación no pueden verlo ni encontrarlo.

Como sutil y agudamente advierte Belarmino, tal denominación Cuerpo de Cristo no solamente proviene de que Cristo debe ser considerado Cabeza de su Cuerpo místico, sino también de que de tal modo sustenta a su Iglesia, y en cierta manera vive en ella, que ésta subsiste casi como un segundo Cristo. Y así lo afirma el Doctor de las Gentes escribiendo a los Corintios, cuando sin más aditamento llama Cristo a la Iglesia , imitando en ello al Divino Maestro que a él mismo, cuando perseguía a la Iglesia, le habló de esta manera: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? .

Más aún, si creemos al Niseno, el Apóstol con frecuencia llama Cristo a la Iglesia; y no ignoráis, Venerables Hermanos, aquella frase de San Agustín: Cristo predica a Cristo .
30. De cuanto venimos escribiendo y explicando, Venerables Hermanos, se deduce absolutamente el grave error de los que a su arbitrio se forjan una Iglesia latente e invisible, así como el de los que la tienen por una institución humana dotada de una cierta norma de disciplina y de ritos externos, pero sin la comunicación de una vida sobrenatural.

Por lo contrario, a la manera que Cristo, Cabeza y dechado de la Iglesia, no es comprendido íntegramente, si en El se considera sólo la naturaleza humana visible... o sola la divina e invisible naturaleza... sino que es uno solo con ambas y en ambas naturalezas...; así también acontece en su Cuerpo místico, toda vez que el Verbo de Dios asumió una naturaleza humana pasible para que el hombre, una vez fundada una sociedad visible y consagrada con sangre divina, fuera llevado por un gobierno visible a las cosas invisibles

También a aquellos que no pertenecen al organismo visible de la Iglesia Católica, ya desde el comienzo de Nuestro Pontificado, como bien sabéis, Venerables Hermanos, Nos los hemos confiado a la celestial tutela y providencia, afirmando solemnemente, a ejemplo del Buen Pastor, que nada Nos preocupa más sino que tengan vida y la tengan con mayor abundancia .

Esta Nuestra solemne afirmación deseamos repetirla por medio de esta Carta Encíclica, en la cual hemos cantado las alabanzas del grande y glorioso Cuerpo de Cristo , implorando oraciones de toda la Iglesia para invitar, de lo más íntimo del corazón, a todos y a cada uno de ellos a que, rindiéndose libre y espontáneamente a los internos impulsos de la gracia divina, se esfuercen por salir de ese estado, en el que no pueden estar seguros de su propia salvación eterna


Ella, pues, Madre santísima de todos los miembros de Cristo a cuyo Corazón Inmaculado hemos consagrado confiadamente todos los hombres, la que ahora brilla en el Cielo por la gloria de su cuerpo y de su alma, y reina juntamente con su Hijo, obtenga de El con su apremiante intercesión que de la excelsa Cabeza desciendan sin interrupción -sobre todos los miembros del Cuerpo místico- copiosos raudales de gracias

miércoles, 19 de enero de 2011

Doctrina de la Iglesia sobre la vida eterna

Del CATECISMO

I El juicio particular

1021
La muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo (cf. 2 Tm 1, 9-10). El Nuevo Testamento habla del juicio principalmente en la perspectiv a del encuentro final con Cristo en su segunda venida; pero también asegura reiteradamente la existencia de la retribución inmediata después de la muerte de cada uno con consecuencia de sus obras y de su fe. La parábola del pobre Lázaro (cf. Lc 16, 22) y la palabra de Cristo en la Cruz al buen ladrón (cf. Lc 23, 43), así como otros textos del Nuevo Testamento (cf. 2 Co 5,8; Flp 1, 23; Hb 9, 27; 12, 23) hablan de un último destino del alma (cf. Mt 16, 26) que puede ser diferente para unos y para otros.

1022 Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación (cf. Cc de Lyon: DS 857-858; Cc de Florencia: DS 1304-1306; Cc de Trento: DS 1820), bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo (cf. Benedicto XII: DS 1000-1001; Juan XXII: DS 990), bien para condenarse inmediatamente para siempre (cf. Benedicto XII: DS 1002).

A la tarde te examinarán en el amor (San Juan de la Cruz, dichos 64).

II El cielo

1023 Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, porque lo ven "tal cual es" (1 Jn 3, 2), cara a cara (cf. 1 Co 13, 12; Ap 22, 4):

Definimos con la autoridad apostólica: que, según la disposición general de Dios, las almas de todos los santos ... y de todos los demás fieles muertos después de recibir el bautismo de Cristo en los que no había nada que purificar cuando murieron;... o en caso de que tuvieran o tengan algo que purificar, una vez que estén purificadas después de la muerte ... aun antes de la reasunción de sus cuerpos y del juicio final, después de la Ascensión al cielo del Salvador, Jesucristo Nuestro Señor, estuvieron, están y estarán en el cielo, en el reino de los cielos y paraíso celestial con Cristo, admitidos en la compañía de los ángeles. Y después de la muerte y pasión de nuestro Señor Jesucristo vieron y ven la divina esencia con una visión intuitiva y cara a cara, sin mediación de ninguna criatura (Benedicto XII: DS 1000; cf. LG 49).

1024 Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con Ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama "el cielo" . El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha.

1025 Vivir en el cielo es "estar con Cristo" (cf. Jn 14, 3; Flp 1, 23; 1 Ts 4,17). Los elegidos viven "en El", aún más, tienen allí, o mejor, encuentran allí su verdadera identidad, su propio nombre (cf. Ap 2, 17):

Pues la vida es estar con Cristo; donde está Cristo, allí está la vida, allí está el reino (San Ambrosio, Luc. 10,121).

1026 Por su muerte y su Resurrección Jesucristo nos ha "abierto" el cielo. La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo quien asocia a su glorificación celestial a aquellos que han creído en El y que han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a El.

1027 Estes misterio de comunión bienaventurada con Dios y con todos los que están en Cristo sobrepasa toda comprensión y toda representación. La Escritura nos habla de ella en imágenes: vida, luz, paz, banquete de bodas, vino del reino, casa del Padre, Jerusalén celeste, paraíso: "Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman" (1 Co 2, 9).

1028 A causa de su transcendencia, Dios no puede ser visto tal cual es más que cuando El mismo abre su Misterio a la contemplación inmediata del hombre y le da la capacidad para ello. Esta contemplación de Dios en su gloria celestial es llamada por la Iglesia "la visión beatífica":

¡Cuál no será tu gloria y tu dicha!: Ser admitido a ver a Dios, tener el honor de participar en las alegrías de la salvación y de la luz eterna en compañía de Cristo, el Señor tu Dios, ...gozar en el Reino de los cielos en compañía de los justos y de los amigos de Dios, las alegrías de la inmortalidad alcanzada (San Cipriano, ep. 56,10,1).

1029 En la gloria del cielo, los bienaventurados continúan cumpliendo con alegría la voluntad de Dios con relación a los demás hombres y a la creación entera. Ya reinan con Cristo; con El "ellos reinarán por los siglos de los siglos' (Ap 22, 5; cf. Mt 25, 21.23).

III La purificación final o Purgatorio

1030 Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo.

1031 La Iglesia llama Purgatorio a esta purificación final de los elegidos que es completamente distinta del castigo de los condenados. La Iglesia ha formulado la doctrina de la fe relativa al Purgatorio sobre todo en los Concilios de Florencia (cf. DS 1304) y de Trento (cf. DS 1820: 1580). La tradición de la Iglesia, haciendo referencia a ciertos textos de la Escritura (por ejemplo 1 Co 3, 15; 1 P 1, 7) habla de un fuego purificador:

Respecto a ciertas faltas ligeras, es necesario creer que, antes del juicio, existe un fuego purificador, según lo que afirma Aquél que es la Verdad, al decir que si alguno ha pronunciado una blasfemia contra el Espíritu Santo, esto no le será perdonado ni en este siglo, ni en el futuro (Mt 12, 31). En esta frase podemos entender que algunas faltas pueden ser perdonadas en este siglo, pero otras en el siglo futuro (San Gregorio Magno, dial. 4, 39).

1032 Esta enseñanza se apoya también en la práctica de la oración por los difuntos, de la que ya habla la Escritura: "Por eso mandó [Judas Macabeo] hacer este sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado" (2 M 12, 46). Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico (cf. DS 856), para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios. La Iglesia también recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de los difuntos:

Llevémosles socorros y hagamos su conmemoración. Si los hijos de Job fueron purificados por el sacrificio de su Padre (cf. Jb 1, 5), ¿por qué habríamos de dudar de que nuestras ofrendas por los muertos les lleven un cierto consuelo? No dudemos, pues, en socorrer a los que han partido y en ofrecer nuestras plegarias por ellos (San Juan Crisóstomo, hom. in 1 Cor 41, 5).

IV El infierno

1033 Salvo que elijamos libremente amarle no podemos estar unidos con Dios. Pero no podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra El, contra nuestro prójimo o contra nosotros mismos: "Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna permanente en él" (1 Jn 3, 15). Nuestro Señor nos advierte que estaremos separados de El si no omitimos socorrer las necesidades graves de los pobres y de los pequeños que son sus hermanos (cf. Mt 25, 31-46). Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de El para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra "infierno".

1034 Jesús habla con frecuencia de la "gehenna" y del "fuego que nunca se apaga" (cf. Mt 5,22.29; 13,42.50; Mc 9,43-48) reservado a los que, hasta el fin de su vida rehusan creer y convertirse , y donde se puede perder a la vez el alma y el cuerpo (cf. Mt 10, 28). Jesús anuncia en términos graves que "enviará a sus ángeles que recogerán a todos los autores de iniquidad..., y los arrojarán al horno ardiendo" (Mt 13, 41-42), y que pronunciará la condenación:" ¡Alejaos de Mí malditos al fuego eterno!" (Mt 25, 41).

1035 La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, "el fuego eterno" (cf. DS 76; 409; 411; 801; 858; 1002; 1351; 1575; SPF 12). La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira.

1036 Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno. Constituyen al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión: "Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la puerta y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que la encuentran" (Mt 7, 13-14):

Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Así, terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra, mereceremos entrar con él en la boda y ser contados entre los santos y no nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos, al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde `habrá llanto y rechinar de dientes' (LG 48).

1037 Dios no predestina a nadie a ir al infierno (cf DS 397; 1567); para que eso suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal), y persistir en él hasta el final. En la liturgia eucarística y en las plegari as diarias de los fieles, la Iglesia implora la misericordia de Dios, que "quiere que nadie perezca, sino que todos lleguen a la conversión" (2 P 3, 9):

Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa, ordena en tu paz nuestros días, líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos (MR Canon Romano 88)

sábado, 15 de enero de 2011

Apostolado de la salvación del alma

Esta entrada es una invitación a los cristianos a vivir ofreciéndonos por la salvación de las almas. Hagamos ayuno, hablemos de Cristo Salvador, velemos en constante oración, pidamos gracias al Señor por la conversión de cuantos nos rodean, convertidos por la Gracia en hostias vivas de expiación, unidos a Jesús Crucificado y Salvador.
Es grande y preciosa la misericordia del Señor con quienes se arrepienten y convierten, y hacen penitencia de sus pecados. Nunca nos faltará misericordia, por muchas iniquidades que podamos cometer. Pero si falta nuestro arrepentimiento, y rechazamos al Espíritu de Cristo, ¿qué será de nosotros?

–«Yo os lo aseguro: si vosotros no os arrepentís, todos moriréis igualmente» (Lc 13,3).

La caridad de Cristo nos urge, nos apremia, nos empuja al apostolado, al celo por la salvación de tantas almas que viven, a nuestro alrededor, como si Dios no existiera, y como si Cristo no fuera a venir a juzgar a vivos y muertos.

Hacemos un apostolado desvirtuado e inútil transmitiendo a los demás tranquilidad respecto al infierno, creando la falsa expectiva de, para el que está privado de la Gracia, y carece de arrepentimiento, un perdón obligatorio y a toda costa de Dios misericorde,

como si el pecado sin arrepentimiento ni conversión no tuviera nefastas consecuencias por sí mismo y no volviera humanamente imposible la conversión en ausencia de la Gracia,

y aleja, por su propia potencialidad, de la comunion con Dios tras la vida terrenal.

¡Como si fuera posible para el ser humano arrepentirse de sus pecados estando alejado culpablemente de la fuente del arrepentimiento, que es el Cuerpo Sacramental de Cristo, dispensador de Gracias de conversión y arrepentimiento!

¡No es posible, para un bautizado, arrepentirse de forma agradable a Dios si está separado de los sacramentos del perdón y de la Vida. Pues la Iglesia no es accesoria, sino necesaria, y Dios reserva caminos extraordiarios de arrepentimiento a los que desconocen inculpablemente su Iglesia, pero no a los que desprecian culpablemente la Gracia que ésta les puede infundir.

¿Cómo vive la gente que nos rodea? Vive únicamente para el mundo y para disfrutar del mundo y de la carne. Sus únicas preocupaciones son las de la carne y sus fruiciones mundanas: el nuevo coche que ha comprado, el lío que mantiene (a espaldas de su mujer), la casa con jardín que ha comprado... .... Abortos, uniones ilícitas, anticoncepción masiva, separaciones, infidelidades, promiscuidad juvenil....vida en el lujo y malgasto de tiempo y dinero en diversiones y pasatiempos, abandono de los ancianos en tristes residencias, impudor generalizado... etc. etc. etc.

Tenemos un deber de apostolado urgente con todas estas almas que nos rodean, que desconocen el tremendo peligro que supone hacer el mal y vivir de espaldas a Cristo obrando la iniquidad sin arrepentimiento ni propósito de enmienda.

Una inmensa multitud que nos rodea padece un error funesto. Piensa, alegre, inconscientemente, que puede vivir como quiera y hacer lo que quiera para lograr sus sueños carnales y ambiciones mundanas sin que pase nada. Sumidos en afanes materiales, ignoran el destino fatal que aguarda al que hace el mal sin arrepentimiento ni conversión.

Palabras nefastas: "Dios no te puede condenar, no te preocupes, Dios conoce nuestra debilidades, el infierno es una llamada de atención, no un peligro real, en el infierno no puede haber ni habrá nadie...."

Otro, sin embargo, es el apostolado de Cristo, cuya predicación siempre hace referencia a la posibilidad real y no sólo hipotética de perderse eternamente.

El Señor avisa claramente de lo que va a ocurrir, no de lo que puede ocurrir, sino de lo que va a ocurrir: muchos no podrán entrar.

–«Uno le dijo: Señor, ¿son pocos los que se salvan? Y él les dijo: luchad para entrar por la puerta estrecha, porque yo os digo que muchos pretenderán entrar y no podrán». Algunos gritarán, «Señor, ábrenos»; pero Él les contestará: «alejáos de mí todos los obradores de la iniquidad. (Lucas 13)

Muchos pretenderán entrar y no podrán. El Señor está diciendo claramente lo que va a pasar si no nos arrepentimos y convertimos y pasamos por la puerta estrecha de su Palabra, que es Luz de Vida y eterna bienaventuranza.

Debemos luchar por entrar por la puerta estrecha, vivir amorosamente para Cristo, hacer muchos actos luminosos de expiación, no dejar de anunciar a todos cuantos nos rodean que hay juicio tras la muerte, y juicio final, cuando venga Cristo a juzgar a vivos y muertos, y que la vida en Cristo es una maravilla.

Señor mío y Dios mío, yo creo, adoro, espero y amo, y te pido perdón por los que no creen, ni adoran, ni esperan, ni aman.

La caridad de Cristo nos urge. Tengamos celo por la salvación de las almas, comuniquemos la salvación de Cristo Jesús por la Gracia que suministra sacramentalmente la Iglesia, y cantemos las maravillas de un Dios misericordioso para aquel que vuelve arrepentido a los brazos de su padre y dice:

Padre mío, he pecado contra el cielo y contra ti.

¡Dios nos ama! Vivamos en su amor y no hagamos nada que nos aleje definitivamente de Él.

lunes, 10 de enero de 2011

Observaciones sobre la virtud de la obediencia

La verdad no viene sola.
La ley la trajo Moisés, pero la Verdad y la Gracia nos vienen por Jesucristo (Juan 1, 17)
La obediencia a la ley era una obediencia jurídica. La obediencia a la verdad es una obediencia sobrenatural.
¿Por qué? Porque la verdad nos viene con la Gracia, vida sobrenatural de Dios participada, por medio de Jesucristo.

La obediencia es virtud de participación. Mediante la apertura a Dios, consagrada por un humilde fiat, Dios nos hace partícipes de su Reino.

Si Cristo nos habla de Él mismo, es decir, de la Verdad, debemos escucharle, obedecerle. La fe en Cristo se convierte en una obligación transcendental en cuanto Dios mismo se dirige al hombre y se revela.
Cuando la verdad se des-cubre, la mente debe adherirse a lo des-velado.

No podemos reclamar ante Dios un derecho a disentir de Él, a rechazar el perdón que nos ofrece. La desobediencia al Espíritu, el rechazo del perdón de Dios, se convierte, así, en ese pecado que nunca se perdonará, porque rechaza el perdón. (Dominum et vivificantem, 46)

Hoy no agrada la palabra obediencia. Es tabú, como la pureza o la virginidad. Suena mal a oídos de muchos, incluso de los que acusan a otros muchos de desobediencia y pretenden curar la desobediencia con auto-obediencia: atrévete a pensar, a ser tú mismo, a discernir la verdad...el que manda se equivoca, no le obedezcas....En el fondo, pretenden corregir los males de la Iglesia, que se centran en una desobediencia generalizada, con una simple y humana, demasiado humana obediencia a su propio parecer.

La opinión propia padece la ley de la inercia. Pues el hombre persevera en su propio parecer a menos que sea inducido a cambiarlo por una fuerza extra impresa sobre él. Esa fuerza es la Gracia, y ese cambio de dirección es Cristo. El ser humano pasa de mirarse a sí mismo y obedecer la ley inercial de su propia inteligencia carnal, a mirar a Cristo y a obedecer la verdad del Logos divino.
En Lucas 5, Pedro obedece al Señor cuando le dice que eche las redes, tras horas infructuosas de pesca. Él, experto pescador, cree que el Señor está en un error, pero le obedece. Y las rades se llenan a reventar. Recogió su premio por la obediencia.

El que escucha el Magisterio de la Iglesia, por cuya acción pedagógica el Santo Padre, Cefas mismo, hace las veces (de vicus, vicario, representante, el que hace las veces de) de Cristo, escucha la verdad. Si escuchamos al Magisterio de la Iglesia escuchamos a Cristo, que nos habla desde el cielo. A la Iglesia misma pedimos la fe, que no es sino capacidad sobrenatural de escucha.

Obedecer procede de oboedire, que deriva de audire, oir, escuchar. El que obedece es el que escucha a aquel que tiene autoridad y realiza lo que se le dice.

¿En qué consiste el carisma de la obediencia? En un anhelo de verdad permanente y de estabilidad invencible. La obediencia nos hace invencibles: Al que obedece, Dios le da la victoria, se lee en el Libro de los Proverbios: vir oboediens loquetur victoriam. Es el carisma que necesita la Iglesia de hoy para renovarse. Nunca la obediencia ha sido más actual.

La obediencia es un virtud doble. Respecto a la verdad. Y respecto a la Gracia.
Respecto a la verdad, es asentimiento (del entendimiento).
Respecto a la Gracia, ductilidad (que es asentimiento de la voluntad).
Sin obediencia del entendimiento y de la voluntad a la verdad y la gracia no puede haber santidad.

León Bloy, en su diario El peregrino de lo absoluto relata cuánto le impresionó un llamamiento de San Pío X a la obediencia:

He leído en La semana religiosa un discurso de Pío X notable en extremo. Dirigéndose a sacerdotes, les habla del amor que tienen que tener al Papa (...); de la obediencia incondicional que se le debe, fuera de la cual no puede haber santidad. La insistencia tan marcada del Soberano Pontífice sobre este único punto revela una profunda angustia; (...) sabe que sus instrucciones, incluso sus órdenes, son discutidas, juzgadas, y finalmente despreciadas.

¿No nos parece profundamente actual el sufrimiento de San Pío X? ¡Cómo recuerda al sufrimiento de Pablo VI ante los males que la desobediencia postconciliar traía sobre la Iglesia!

Dando el salto de la obediencia en el plano de nuestra santificación, a la obediencia en el plano de nuestra vida eclesial como cristianos, ¿no es la obediencia una virtud fundamental en la vida de los cristianos? Fijémonos, siguiendo el caso planteado por el llamamiento de San Pío X, en la obediencia al Papa y su Magisterio, representante de Cristo.

El motivo de la obediencia a los actos lícitos de gobierno del Papa no se basa en que nos parezca acertado o no a la luz de nuestra propia opinión; se basa en motivos sobrenaturales: la fe en las promesas y las acciones de Cristo, que edifica su iglesia en Cefas, es decir, en el Romano Pontífice Debe ser obediencia sobrenatural, es decir, no a la persona del Papa en cuanto ser humano, por muy virtuoso o inteligente que sea, sino obediencia a Cristo, que coloca a Cefas como piedra de edificación. Porque la autoridad de gobierno del Papa es de derecho divino, (véase Pastor Aeternus) por cual la obediencia a dicha autoridad no procede de un motivo natural.

Experimentando la obediencia por la ductilidad absoluta a las mociones de la Gracia, hacemos la voluntad de Dios y nos santificamos. De nuestro asentimiento y nuestra ductilidad dependen mucha cosas importantes.
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Hebreos 5
:8 y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia;
:9 y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen,
:10 proclamado por Dios Sumo Sacerdote a semejanza de Melquisedec

viernes, 7 de enero de 2011

Lluvia sacramental de Gracia

La Palabra sacramental del Señor nos proporciona inteligencia sobrenatural y Gracia.

Dios Nuestro Señor nos enseña e ilustra, sacramentalmente, mediante su Divina Liturgia, y se hace Gracia que alimenta y santifica nuestra vida cotidiana, cuando ésta se complace día y noche en el Señor. Cuando salimos de la Iglesia prolongamos la Liturgia celeste y esparcimos su luz allá donde nos lleven nuestros pasos.

Vivida, primero en el sacramento, luego en la oración, se vuelve lluvia de luz que dirige nuestra vista al cielo, y nos permite contemplar los pasos que damos con la mirada de su eterno frescor, en novedad perfecta.

La Palabra del Señor, de la cual vivimos (Mateo 4, 4) es fulgurante, y la esperamos como se espera la lluvia (Dt, 32, 2)

Nuestra existencia terrena, oscura y desierta por obra del pecado, espera las palabra del Señor como espera la lluvia. Nuestra alma absorbe la palabra del Señor y recobramos la salud de cada día, pues cada día, en el camino de nuestra perseverancia, pedimos el agua de la Palabra del Señor, para que nos recobre y estremezca.

La tierra absorbe la lluvia que una y otra vez cae sobre ella (Hebreos 6, 7)

Una y otra vez penetra la Palabra del Señor sobre nosotros. Vemos que nos transforma y nos estremecemos. Es fulgurante y fresca.

Lo vio la tierra y se estremeció (Salmo 96, 4)

No dejemos la Palabra del Señor, día a día, momento a momento, para que caiga como lluvia fulgurante sobre nosotros, una y otra vez.

El corazón duro no se estremece ante la Palabra, no absorbe su lluvia de Gracia, es desierto de tiniebla.

Los cielos anunciaron su justicia y los pueblos todos contemplaron su gloria (Salmo 96, 6)

Los cielos de nuestra vida de cada día son los sacramentos. Por ellos anuncia la Iglesia la justicia fulgurante del Señor, y nos hacen contemplar su gloria por la Gracia.

Sin vida sacramental moramos a la intemperie como en un helado erial sin cielo. Sin lluvia cálida de Gracia, en dura sequedad.

Resplandecieron sus relámpagos sobre el orbe de la tierra (Salmo 96, 4)

El Señor Jesús creó los relámpagos de los sacramentos para que su Cuerpo hiciera caer sobre nosotros la lluvia de su Gracia.

Cuando andemos desorientados, fijemos nuestra mirada en el cielo relampagueante de los sacramentos.

Dice San Jerónimo en su comentario de este salmo (96) que "las cartas de los apóstoles son nuestras lluvias espirituales".

Contra el desierto, la Escritura y los Sacramentos. Las cartas de los apóstoles avivan la inteligencia de nuestra identificación con Cristo, día a día, momento a momento.

Seamos como el justo bienaventurado que, como enseña el salmo 1, medita día y noche la Palabra del Señor, y se complace en ella.

martes, 4 de enero de 2011

Sabiduría es más que entendimiento

Somos sabios por impetración. Mucha cultura no hace un sabio. No por mucha teología comprendemos mejor los designios del Señor en nuestra vida y nos amoldamos amorosamente a ellos. No es sabio el que mucho conoce, sino el que gusta y saborea la Verdad del Logos en sus causas y principios, Cristo mismo. Un hombre sencillo y sin estudios, pero muy santo, es más sabio que un teólogo del mundo. La sabiduría es el más importante de los dones.

Si le pedimos al Señor su sabiduría y aceptamos su luz de forma amorosa y confiada, no seremos como los sabios de este mundo. Seremos sabios como Cristo es sabio, porque habremos recibido de Él nuestra sabiduría.


Si el Señor nos habla y queremos escucharle y le escuchamos, actuamos con sabiduría. Digo actuamos, porque, además del entendimiento, va implícita la voluntad, tras la Gracia, en el acto de sabiduría.

La imitatio Christi, nos enseña en el cap.43 que el Señor eleva la mente de los humildes, de forma que penetran más profundamente en la verdad que un sabio de este mundo estudiando, durante años, la ciencia de este mundo.

El Señor enseña sin polémica de argumentos, introduce, por la caridad, en nosotros su sabiduría para pacificarnos en Él. Eleva la mente. Primero, porque la sobrenaturaliza por la Gracia. Segundo, porque la orienta hacia Dios. Tercero, porque la despega de los objetos de la tierra. No extraña el odio inmenso que Nietzsche profesaba a la Imitación de Cristo. Porque su filosofía se fundaba en exaltar al hombre y la sabiduría del hombre. Y el Kempis enseña que el hombre no es sabio sino Dios, que hace sabio al hombre por Cristo.

Existe la obediencia de la fe y la obediencia del corazón, que se nutre de la caridad. Cuando el entendimiento no entra en disensión con la sabiduría de los humildes, la caridad de Cristo empuja al entendimiento a abrirse a la Voluntad de Dios, y comprendemos lo que Cristo quiere que comprendamos. Así la voluntad corre en auxilio del entendimiento.

Parece que la sabiduría es sólo un acto muy cualificado del entendimiento. Pero lo es tan sólo en cuanto se refiere a su capacidad de jucio. En cuanto a que dirige nuestros actos al cumplimiento gozoso de la Palabra de Dios, la voluntad abre la puerta del alma al Logos de la Gracia, y abre acceso a la contemplación amorosa de fundamentos y princpios. Por eso es también un acto de la voluntad en sinergia con la Gracia. (Teología de la Perfección cristiana, Royo Marín, pág. 487)

Parece que la sabiduría perfecciona sólo el saber, pero perfecciona principalmente la caridad. Pues el hábito por el que juzgamos rectamente las cosas de Dios, con juicio que da gozo y fruición, es el don de la sabiduría, que orienta los actos humanos a la contemplación de Cristo. La sabiduría, pues, como la obediencia, se asienta, en cuanto que juzga, en el entendimiento, pero en cuanto que juzga amorosamente y con fruición sobrenatural, en la voluntad.

Parece que el fundamento de la obediencia es la razonabilidad de la orden del superior, pero no es este su fundamento, sino la autoridad del superior. Si el superior es Cristo, la obediencia a Cristo es obediencia divina, pues el superior es divino. Si, por delegación, la obediencia se refiere a Cefas, al Papa, la obediencia sigue siendo divina, pues el fundamento de la obediencia al Papa es la autoridad de Cristo. Del mismo modo, el fundamento de la sabiduría es Aquel de la cual procede como el mandamiento procede del que manda, o la orden del superior. Somos sabios porque Cristo nos da de su sabiduría y su autoridad (de augere) nos hace crecer y progresar en luz de amor.

Por eso el acto luminoso más perfecto es la obediencia de sabiduría. Esto es, la ductilidad de nuestra voluntad a la Palabra de Dios. Nuesta ductilidad a la Gracia es el acto más perfecto y sabio que existe. Y la ductilidad es obediencia que proporciona luz y acción luminosa al mismo tiempo.


LAUS DEO VIRGINIQUE MATRI

domingo, 2 de enero de 2011

Si tus penas no pruebo, Jesús mío...¿cómo podré servir a la Iglesia

Si tus penas no pruebo, Jesús mío, ¿cómo podré servir a la Iglesia?

Francisco Guerrero, el músico enamorado del Niño Dios de Amor Herido, pedía al Señor a menudo que le hiriera, que le hiciera probar sus llagas, que le permitiera penar con él...para mejor servir a la Iglesia. Su vida era Cristo, y cantar de esta manera a SU SANTÍSIMA MADRE

Mientras pido al Señor me ayude a servir a mi Iglesia, escucho con mucha emoción Si tus penas no pruevo, Oh Jesús mío, esa estremecedora oración personal de petición de Francisco Guerrero
Hubo un tiempo, hace años, en que me sentía llamado a componer música litúrgica. Ahora he perdido ese empeño, que traspaso a mejores músicos, mejor preparados y más inspirados que yo.

Por entonces quería servir a la Iglesia a través de mis composiciones musicales. Grande osadía la mía. Ahora quiero servir con toda mi alma a la Iglesia...padeciendo por Jesús, lo que Él se tenga a bien darme padecer...¡Qué osadía la del Señor! ...para servir a la Iglesia.

Durante mucho tiempo estuve estudiando la música de Victoria, Morales, Navarro. Tuve una predilección especial por Francisco Guerrero, al que se le llama el cantor de María. Ultimamente estoy pensando mucho en él, y hoy más, precisamente a raíz de escuchar Niño Dios de Amor Herido, porque a Guerero se le llamaba también "el enamorado del Niño Jesús.

En ese devoto y piadosísimo libro escrito por el propio músico, Viaje a Jerusalén, escribe:

"y tal priesa me dio con su buena doctrina y castigo, que con mi gran voluntad de aprender y ser mi ingenio acomodado a la dicha arte, en pocos años tuvo de mí alguna satisfacción"

Guerrero está hablando de su propio hermano, Pedro, que fue maestro suyo, muy exigente y duro, por cierto, que le hizo sufrir mucho con su exigencia, padecimientos que él dedicaba al Niño Jesús. Luego estudió con ese hombre eximio en virtudes y música que fue el gran Cristóbal de Morales.

Guerrero fue un hombre que, siendo un gran genio de la música, dotado de excepcionales cualidades, sólo quería servir a la Iglesia con su música y con su vida. Incluso llega a renunciar a un prestigioso puesto en la catedral de Málaga y se dedica a ser maestro de niños en Sevilla. ¿Para qué? Para servir a la Iglesia. Así hablan de él los que le contratan:

"por razón de su habilidad y que por servir a esta santa iglesia, y porque de su habilidad se ve y conoce notoriamente el provecho que puede hacer a los niños cantorcicos para que esta santa iglesia sea bien servida, y los dichos niños aprovechados en doctrina, habilidad y en todo lo demás, se le dé cargo de (maestro) de los dichos niños cantorcicos".

Así, su vida, su arte, su dinero, todas sus energías, se orientan a que la Iglesia esté bien servida.

Se le contrata por su gran capacidad musical, pero, sobre todo, por el provecho que pueda hacer a los niños...para que éstos aprovechen en doctrina.

Viaja de aquí allá buscando dinero, fondos, recursos, tan pobre él que le amenazan con prisión, y se gasta en cientos de trabajos para que la iglesia esté bien servida en todo aquello que depende de él.

En 1590 viaja a Jerusalen, viaje que deseaba emprender con todo su corazón, pues estaba ardiendo en deseos de visitar la tierra que pisaron los pies de nuestro Señor.

Samuel Rubio en su obra sobre la Polifonía Española recoge las preciosas palabras con que Guerrero habla de este anhelo de ir a Jerusalén:

"Y como tenemos los de este oficio (musical) por muy principal obligación componer chanzonetas y villancicos en loor del nacimiento de Jesucristo, nuestro Salvador y Dios, y de su Santísima madre María nuestra Señora, todas las veces que me ocupara en componer las dichas chanzonetas y nombraba a Belén, se me acrecentaba el deseo de ver y celebrar en aquel sacratísimo lugar estos cantares en compañía y memoria de los ángeles y pastores que allí comenzaron a darnos lección de esta divina fiesta; y aunque esta pretensión era tan grande que me parecía estar muy lejos de conseguirlo por muchos inconvenientes que había, especialmente el de mis padres, propuse, aunque no hice voto, de si Dios me daba vida más larga que a ellos, de hacer este santo viaje"

Y más adelante confiesa:

"como músico tuve mil ansias y deseos de tener allí todos los mejores músicos del mundo, así de voces como de instrumentos, para decir y cantar mil canciones y chanzonetas al Niño Jesús y a su Madre Santísima y al bendito José en compañía de los ángeles, reyes y pastores".

Guerrero era en su época estimado como santo. No sólo sus virtudes musicales, sino sacerdotales.

Son memorables las palabras de Francisco Pacheco acerca de él:

"Fue hombre de gran entendimiento, de escogida voz de contralto, afable y sufrido con los músicos, de grave y venerable aspecto, de linda plática y discurso, y sobre todo, de mucha caridad con los pobres, de los que hizo extraordinarias demostraciones, dándoles sus vestidos y zapatos hasta quedarse descalzo.

Recuerdo que en cierta ocasión, estando en la Santa Misa, el coro, durante la comunión, cantaba su "si tus penas no pruevo, Jesús mío". Yo me iba a aproximando a comulgar, y estas palabras que el propio Guerrero, ardiendo de amor por el Señor, le dirigía pidiendo que le hiriera de Amor, me traspasaban el alma y me empujaban a entregarme a Jesús, a pedirle, yo también, que me hiriera como hirió al cantor de su Madre.

SI TUS PENAS NO PRUEVO Señor, ¿qué será de mí? ¿Cómo podré servir a la Iglesia?Concédeme entregarme a ti, padecer contigo tus dolores y sufrir, en mi propia cruz, lo que me queda a mí por padecer de tu propia pasión, para que la iglesia, en cuanto depende de mí, esté siempre bien servida.
LAUD DEO VIRGINIQUE MATRI
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