sábado, 30 de octubre de 2010

Christus vincit!

Demonio, mundo y carne. Tres enemigos. En Cristo vencemos al príncipe de este mundo, cuyo reino no hará merma en nuestra caridad, y cuyas tentaciones no harán presa en nosotros, si no queremos. La Gracia auspicia, el Espíritu acude en nuestro auxilio. Christus vincit! El reino de Dios lo conquistamos a viva fuerza (Mt 11, 12)

La Gracia es poderosa. Cristo vence. Mueve nuestra voluntad, le aceptamos y le respondemos sí, libremente, como Dios no ha creado.

Todo es Gracia. Y esto no aniquila nuestra libertad, que sigue indemne.

Mortifiquemos cuanto de terreno hay en nosotros, de forma que sea Cristo quien viva dentro nuestra. Para poder vencer. Omnia possibilia sunt credenti. Omnia possum in eo qui me confortat.

"Se ora como se vive, porque se vive como se ora. El que no quiere actuar habitualmente según el Espíritu de Cristo, tampoco podrá orar habitualmente en su Nombre" (Catecismo, 2725)

Vivamos en su Nombre.

Vivamos en Él "un nuevo modo de pisar en la tierra, un modo divino, sobrenatural, maravilloso (...) Que vivo porque no vivo; que es Cristo quien vive en mí" (Amigos de Dios, 297)

"Y Dios enjugará de sus ojos todas las lágrimas, no habrá ya muerte, ni llanto ni alarido, no habrá más dolor, porque las cosas de antes son pasadas (...)
Yo soy el Alfa y Omega, el principio y el fin. Al sediento le daré de beber graciosamente de la fuente del Agua de la Vida. El que venciere poseerá todas estas cosas, y yo seré su Dios y él será mi hijo " (Ap 21, 4-7)
Un nuevo modo de pisar la tierra: en Nombre del Santo Señor Jesús. Que vence, y vencerá.
Laus Deo Virginique Matri

jueves, 28 de octubre de 2010

Contra mundum

No, del mundo, ¿qué deseo? nada.

"Aquel que se apoya en el testimonio de los Libros Santos es el baluarte de la Iglesia" enseña San Jerónimo.

La Escritura me enseña que Cristo vale más que todo el mundo entero con toda su gloria.

Mi fe la tengo puesta en el Señor, como Jesús me enseña (Marcos 11, 12) Al Señor quiero adorar, y solamente a Él darle culto (Lucas 4, 8)

Porque "si tenemos puesta la esperanza en Cristo sólo para esta vida, somos los más miserables de todos los hombres " (1 Corintios 15, 19).

¿Cuál es la consecuencia?

Que amando a Cristo, cuyo Reino no es de este mundo, soy capaz de santificar en Él cuanto hago aquí, en este mundo. Y así me inunda una perfecta alegría, y una inmensa fuerza sobrenatural me empuja amar y hacer el bien.

Porque el mundo no puede santificar al mundo.

De andenes vacíos y la Carta a los Romanos

En el camino a la estación he ido memorizando vocabulario latino bíblico. Cuando entré en la estación, a las 8.15 h., me sorprendió su gran silencio.
Nadie en los andenes, en las ventanillas, en los bancos de hierro. Penetré el acceso de taquillas, fui al vagón. Todo apagado. Nadie dentro. El tren permanecía en su sitio como un insecto oscuro y gigantesco. Los raíles esperaban como estirados por la prisa.
Abrí el maletín y extraje la Carta a los Romanos, que estudio con pasión. Señor, que no me canse de estudiar tu Ley, que en ella me complazca día y noche.
Cuánto me enciende cada palabra tuya, Señor.
¿Cómo he podido vivir tanto tiempo sin alimentarme de tus versículos? Los memorizaría todos, si pudiera. Reteniéndolos en la memoria, repitiéndolos muchas veces, guardando en mi corazón los más importantes para el apostolado.
De pronto el pitido del tren anuncia que despierta la estación.

Se encienden las luces, comienzan a llegar viajeros. Entro en el vagón y me siento con las palabras del Apóstol en la mano.

Señor, le digo, que nunca me encuentres perdido en los andenes, esperando un tren que no sea el tuyo.

El tren alcanza su destino y apenas he tenido tiempo de memorizar un par de versículos. Camino del colegio los voy repitiendo con el Rosario en la mano, diez veces. Para que María me ayude.

Paso de nuevo por los jacarandas, pero esta vez no miro sus flores ni sus cápsulas dehiscentes. Contemplo la Palabra de Dios que llevo en la mano y me parece más hermosa, inmensamente más, que todo lo perteneciente al orden natural, por muy hermoso que haya salido de las manos del Creador y sobrevivido en su belleza al pecado del hombre.
Por un momento me asalta la tentación: cuánto me gustaría estar solo, en la celda rendida de oro viejo a la luz de un claustro. Pero no. Por más hermosa y deseable que me parezca la vida contemplativa, sé que Tú, Señor no me has destinado a esos andenes, sé que esos raíles no son para mi tren.
Y mientros camino al colegio y saludo a quien me encuentro, voy dándote gracias por haber dispuesto mi vida hacia la hondura de tu Nombre.
Bendito seas, Señor, porque me has enseñado a vivir no sólo de pan, sino de toda palabra que sale de tu boca (Mateo 4, 4).

miércoles, 27 de octubre de 2010

La Madre y el camino.

Me levanté temprano e hice oración, ofreciéndome a Cristo. En el camino a la estación estuve adorando y dando gracias, con el Rosario de mi madre en la mano.

En el tren, Santo Tomás. Como siempre. Es el mejor guía para evitar el modernismo. Prevée todos los senderos erróneos, sabe por qué atajos esperan los lobos, hacia qué luz dirigirse y qué sombra evitar.

Camino del colegio estuve observando las redondas cápsulas seminíferas del Jacaranda mimosifolia, delicado y exuberante, esparcidas por el suelo. Antiguamente se usaban contra las amebas. Llueven sus flores lilas. Un mirlo canta entre ellas.
Las madres con sus hijos van despacio hacia el colegio. Los niños llevan las mochilas y las madres les animan constantemente a avanzar.

Yo también camino hacia mi destino con la mochila llena. Y también tengo una Madre que me empuja, que alivia mi carga y que me impulsa amorosamente a caminar.

jueves, 21 de octubre de 2010

Deber y Ley Moral



Un acto es bueno si es bueno su objeto, su finalidad y sus circunstancias. Cuando estos tres factores, como vimos en una entrada anterior, se ajustan a la ley Moral, los tres son buenos, y hacen bueno al acto, lo hacen conforme a la ley Moral.

La ley Moral determina qué relación tienen nuestras acciones con respecto al sentido de nuestra vida, es decir, al fin último de nuestra existencia, que sabemos, por expresa Revelación divina, que es Dios mismo, nuestra unión con Él en la Gloria, por la Gracia efectuada por Cristo a partir de la cooperación total de nuestra parte.

La ley moral es un conjunto de deberes establecidos por Dios para que, con su realización, alcancemos nuestro fin sobrenatural. Que son deberes emana del hecho de que es una ley promulgada por la Autoridad suprema, es decir, por Dios mismo. Que son deberes emana del hecho de que no tenemos derecho a incumplir la Ley moral.

Esto suena violento a los oídos de hoy en día. La palabra deberes asusta. Sólo nos gustan los derechos. Pero estrictamente hablando no tenemos ningún derecho ante Dios, aunque sí los tengamos ante otros hombres. Y si tenemos derechos ante los hombres, en especial hacia los que promulgan leyes (humanas), es porque esos hombres, porque todos los hombres, tenemos deberes ante Dios. Y ese conjunto de deberes se denomina en general Ley Moral.

Que el ser humano debe algo a la divinidad, por el hecho de ser humano, es una enseñanza de la filosofía grecolatina, que preparó la aceptación del cristianismo:


Diis te minorem quod geris, imperas.


Es sometiéndote a la Divinidad como eres libre. (Horacio, Odas, III, VI, 5) He traducido libremente así la máxima horaciana, porque creo es lo que pretende significar. Más literariamente diría: "es sometiéndote a los dioses como reinas". Pero teniendo en cuanta su contexto moral, esta es su interpretación más profunda.

La antigua sabiduría nos prepara para la aceptación de la Ley Moral haciéndonos ver que el cumplimiento de nuestros deberes para con la Divinidad nos hace libres. Tremenda contradicción a los ojos del mundo de hoy.

La ley moral está ausente del mundo físico inanimado. Las rocas no pecan, dice el poeta. Los animales, igualmente, no son ni buenos ni malos, actúan por instinto, no por libertad.

La ley moral existe solamente para aquel que puede incumplir el orden del mundo mediante el ejercicio de su libertad, es decir, para el ser humano, para la criatura racional.

Platón, en Las leyes, 716, arremete contra el sofismo, que defiende la convencionalidad de las leyes y de la moral, es decir, su utilitarismo, su razón de ser condicionada por la conveniencia. En definitiva, su relativismo.
Y dice: "Dios es principalmente la medida de todo".

Este ser la Divinidad la medida de todo es la esencia del deber moral. Que no nace de un imperativo abstracto, racional, como en Kant, sino de la esencia misma de todas las cosas, cuya medida es Dios.

Por tanto, de la esencia misma del ser humano, cuya medida es Dios, emerge el valor infinito del deber moral. De lo que somos, de cómo estamos hecho, del fin de nuestra vida.

A la hora de realizar una acción, nadie está exento de olvidar su esencia, de ir contra su esencia.

La conciencia es el memorial de la esencia.

Por ser persona, Dios nos da acceso al conocimiento de la Ley Moral, es decir, nos permite conocer qué debemos hacer para alcanzar nuestro fin, es decir, el sentido de nuestra vida, o lo que es lo mismo, Él. Dios Uno y Trino, conocido en Jesús.

¿Podría ser Dios un buen Padre, si priva a algunos del conocimiento del orden que Él mismo quiere fundar en nuestra existencia, para que libremente, por Jesucristo, lo acojamos y hagamos nuestro?

Qué suave carga es este deber. Su yugo es ligero, sabroso, huele a eternidad. Cuánta dicha nos proporciona. Incomparable. Eterna.

¿Podríamos nosotros ser buenos hijos queriendo zafarnos de esta Ley?

sábado, 16 de octubre de 2010

Felicidad y penitencia

Hace poco leí a un amigo que arrepentirse es amar.

"Practica la justicia antes de tu muerte" dice el Espíritu en Eclesiástico 14, 17.

Señor, quiero practicar tu justicia. Desconozco el día en que vendrás a buscarme. Por eso quiero vivir sabiendo, sintiendo que me ves, que me oyes, que sigues mis pasos, que mi acciones no te son indiferentes.

Dichoso quien piensa que Dios todo lo ve (Eclesiástico 14, 22)

Mi arrepentimiento es un acto de amor a Ti. ¿Qué puedo ofrecerte, sino el cambio de rumbo, constante, de mis pasos?

Practicar la justicia de Dios, que me observa con amor de Padre, es hacer la penitenciar a que me llama Jesús, el Señor de mi existencia.

Juan Pablo II, en la exhortación Apostólica Reconciliatio et Paenitentia, 4, nos obsequia con una bella definición de lo que es la penitencia en la vida del cristiano:

La penitencia es la conversión que pasa del corazón a las obras, y por ellas a la vida entera.

En este sentido, arrepentirse, en cuanto que es conversión del corazón, es amor porque pasa a las obras, porque se expande a la vida entera. El arrepentimiento extendido a la vida entera es un acto de amor vital. Es actuar en Jesús, el Señor de nuestro Corazón.

Haced penitencia porque está cerca el reino de los Cielos, nos dice el Señor en Mateo 4, 17.

Dios nos dice que hagamos penitencia, porque está cerca, no lejos, el Reino de los Cielos, tan cerca, que podemos tenerlo dentro, por la Gracia.

Es decir, arrepintámonos (conversión del corazón) y amemos (traducida en obras) porque Dios nos ve, nos observa, y saber que nos observa arrepintiéndonos y actuando con amor, haciendo el bien, es nuestra felicidad.

Dichoso el que sabe que Dios le observa. Y que no puede ser igual su vida si sabe que Dios le ve.
Porque si tenemos esto en cuenta, querremos agradarle (convertirnos) y amarle con obras que expresen, que hagan visible a sus ojos que le amamos, y que nuestro amor no se queda dentro, en nuestro interior, sino que pasa y se encarna en nuestra vida entera.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Conciencia y Pecado

No hagamos nada que no agrade a nuestro Señor Jesús.
¡Volemos alto!

A veces podemos decirle: Señor mío y Dios mío, no sé que hacer, soy pecador, no merezco que me perdones, pero dame tu perdón. Quisiera ser un hombre bueno, mas no puedo. Pero te suplico, dame tu perdón.

Es en este caso cuando sabemos, por la fe, que Nuestro Señor nos acoge, en su misericordia, y nuestra súplica es grata a sus oídos, que quiere perdonarnos.

Porque le demostramos que no queremos pecar. Que, o no sabemos qué hacer, o somos débiles.

Pero lo que no podemos nunca es justificarnos:

Señor, he pecado contra ti, pero es que mi conciencia me decía otra cosa, y ya sabes, no tengo culpa, me informaron mal, no sabía que había una ley, fue aquel amigo, que me confundió, fue ese sacerdote, que me equivocó, fue la sociedad, que me ha corrompido...

No somos nadie para juzgar el corazón ajeno. Pero si podemos juzgar la acciones que no agradan al Señor.
Porque su voz resuena dentro de nosotros, y sabemos lo que Él quiere. Y si no lo sabemos, y no podemos bajo ningún concepto saberlo, sólo nos queda suplicarle:

Oh, mi Señor, quiero ser un hombre bueno, mas no puedo.

La persona recta de intención se preocupa, ante todo, de realizar acciones auténticas y buenas que agraden al Señor. No querrá nunca hacer el mal.

Dios, en su sabiduría, no nos concede una conciencia errónea. Porque quiere que todos nos salvemos.

Nos concede una conciencia capaz de conocer su Ley, abierta a la luz de nuestro entendimiento en sus principios más fundamentales. Y si sucede que la conciencia de los hombres es errónea, es porque ocurre que el pecado en que se vive la ofusca y entenebrece culpablemente.

Puede suceder sin embargo que una persona de recta intención, que desea hacer el bien, no puede conocer algún principio moral necesario para actuar bien, y por más que ha buscado la verdad,con esfuerzo limpio y sincero, no ha conseguido esta luz.

En esta caso, cuando no hay negligencia ni despreocupación por informar al entendimiento del principio recto de acción, se puede decir que hay conciencia errónea. La persona no tiene culpa de errar.

Cosa que no puede afirmarse cuando el hombre se despreocupa de buscar la verdad y el bien y la conciencia se va progresivamente entenebreciendo por el hábito del pecado. (Gaudium et Spes, 16).

Es decir, la costumbre de pecado habitual entenebrece la conciencia culpablemente.

No, Dios no nos concede una conciencia errónea. Somos nosotros los que entenebrecemos nuestra conciencia. Y es que, cuando tenemos afición a pecar, no nos interesa la verdad.

El error claro y distinto, no querido, no generado por esa oscuridad que el pecado deja en nosotros, no menoscaba nuestra dignidad. Pidamos al Señor que nos perdone por esos pecados que cometimos en la ignorancia de su valor moral, por si acaso fuimos negligentes en averiguar la verdad del mismo. Perdóname, Señor, porque he sido negligente en el conocimiento de tu ley.

En un precioso discurso, Juan Pablo II nos ilumina sobre la relación que existe entre la conciencia y la Verdad del Magisterio, en el contexto de la malicia anticonceptiva. Es tan hermoso el texto, que no me puedo resistir a copiarlo íntegramente.

La Encíclica Humanae vitae y los problemas doctrinales o pastorales relacionados con ella - 12/11/1988 -

a los participantes en el II Congreso Internacional de teología moral


Juan Pablo II

Colaboración entre los Pastores y el mundo de la ciencia

1. Con vivo gozo os dirijo mi saludo, ilustres profesores, y todos los que habéis participado en el Congreso internacional de teología moral, que ahora concluye. Mi saludo se extiende al señor cardenal Hans Hermann Groër, arzobispo de Viena, y a los representantes de los Caballeros de Colón, que con su ayuda generosa han hecho posible la celebración del Congreso. Una palabra de complacencia también para el Instituto de Estudios sobre matrimonio y familia de la Pontificia Universidad Lateranense y al Centro Académico Romano de la Santa Cruz, que lo han promovido y realizado.

El tema del que habéis hablado en estos días, queridos hermanos, estimulando vuestra profunda reflexión, ha sido la Encíclica Humanae vitae , con la compleja red de problemas que están relacionados con ella.

Como sabéis, en los días pasados se ha realizado una asamblea organizada por el Pontificio Consejo para la Familia, en el que han participado, representando a las Conferencias Episcopales de todo el mundo: los obispos responsables de la pastoral familiar en las respectivas naciones. Esta coincidencia, no casual, me ofrece de inmediato la oportunidad de subrayar la importancia de la colaboración entre los Pastores y los teólogos y, más en general, entre los Pastores y el mundo de la ciencia, con el fin de asegurar un apoyo eficaz y adecuado para los esposos comprometidos en la realización dentro de su vida, del proyecto divino sobre el matrimonio.

Todos conocéis la explícita invitación que se hace en la Encíclica, Humanae vitae a todos los hombres de ciencia, y de modo especial a los científicos católicos, para que, mediante sus estudios, contribuyan a aclarar cada vez mas a fondo las diversas condiciones que favorecen una honesta regulación de la procreación humana (cf. n. 24) . También yo he renovado esta invitación en diversas circunstancias, pues estoy convencido de que el trabajo interdisciplinar es indispensable para una adecuada aproximación a la compleja problemática referente a este delicado sector.

Valor casi profético de la Encíclica "Humanae vitae"

2. La segunda oportunidad que se me ofrece es la de testificar los alentadores resultados ya alcanzados por los muchos estudiosos que, en el curso de estos años, han hecho progresar la investigación en esta materia.

Gracias también a su aportación ha sido posible sacar a la luz la riqueza de verdad, y más aún, el valor iluminador y casi profético de la Encíclica paulina, hacia la que dirigen su atención, con creciente interés, personas de los más diversos estratos culturales.

Incluso es posible constatar indicios de replanteamiento en los sectores del mundo católico, que inicialmente fueron un poco críticos respecto a este importante documento. En efecto, el progreso en la reflexión bíblica y antropológica ha permitido aclarar mejor las premisas y significados de la Humanae vitae.

Hay que recordar, en particular, el testimonio que ofrecieron los obispos en el Sínodo de 1980: ellos, "en la unidad de la fe con el Sucesor de Pedro", escribían que hay que mantener firmemente "lo que ha sido propuesto en el Concilio Vaticano II (cf. Gaudium et spes, 50) y después de la Encíclica Humanae vitae, y en concreto, que el amor conyugal debe ser plenamente humano, exclusivo y abierto a una nueva vida" (Humanae vitae, 11 y cf. 9 y 12 )" (Prop., 22).

Este testimonio lo recogí, posteriormente, en la Exhortación post-sinodal Familiaris consortio, volviendo a proponer, en el contexto más amplio de la vocación y de la misión de la familia. La perspectiva antropológica y moral de la Humana vitae, así como la consiguiente norma ética que se debe deducir para la vida de los esposos.

Doctrina no sujeta a discusión

3. No se trata, efectivamente, de una doctrina inventada por el hombre: ha sido inscrita por la mano creadora de Dios en la misma naturaleza de la persona humana y ha sido confirmada por Él en la Revelación.

Ponerla en discusión, por tanto, equivale a refutar a Dios mismo la obediencia de nuestra inteligencia. Equivale a preferir el resplandor de nuestra razón a la luz de la Sabiduría Divina, cayendo, así, en la oscuridad del error y acabando por hacer mella en otros puntos fundamentales de la doctrina cristiana.

Es necesario recordar, al respecto, que el conjunto de las verdades, confiadas al ministerio de la predicación de la Iglesia, constituye un todo unitario, casi una especie de sinfonía, en la que cada verdad se integra armoniosamente con las demás.


Los veinte años transcurridos han demostrado, al contrario, esta íntima consonancia: la vacilación o la duda respecto la norma moral, enseñada en la Humanae vitae, ha afectado también a otras verdades fundamentales de razón y de fe. Sé que este hecho ha sido objeto de atenta consideración durante vuestro Congreso, y sobre él quisiera ahora atraer vuestra atención.

Moral y Magisterio de la Iglesia

4. Como enseña el Concilio Vaticano II, "in imo conscientiae legem homo detegit, quam ipse sibi non dat, sed cui oboedire debet... Nam homo legem in corde suo a Deo inscriptam habet, cui parere ipsa dignitas eius est et secundum quam ipse iudicabitur" ("En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer... Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente") (Gaudium et spes, 16).

Durante estos años, como consecuencia de la contestación a la Humanae vitae, se ha puesto en discusión la misma doctrina cristiana de la conciencia moral, aceptando la idea de conciencia creadora de la norma moral. De esta forma se ha roto radicalmente el vínculo de obediencia a la santa voluntad del Creador, en la que se funda la misma dignidad del hombre.


La conciencia es, efectivamente, el "lugar" en el que el hombre es iluminado por una luz que no deriva de su razón creada y siempre falible, sino de la Sabiduría misma del Verbo, en la que todo ha sido creado. "Conscientia" -escribe también admirablemente el Vaticano II- "est nucleus secretissimus atque sacrarium hominis, in quo solus est cum Deo, cuius vox resonat in intimo eius" ("La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquella.")(Gaudium et Spes, 16)

De aquí se derivan algunas consecuencias, que conviene subrayar.

Ya que el Magisterio de la Iglesia ha sido instituido por Cristo el Señor para iluminar la conciencia, apelar a esta conciencia precisamente para contestar la verdad de cuanto enseña el Magisterio, comporta el rechazo de la concepción católica del Magisterio y de la conciencia moral. Hablar de la inviolable dignidad de la conciencia sin ulteriores especificaciones, conlleva el riesgo de graves errores. De hecho, es muy diversa la situación de la persona que, después de haber puesto en acto todos los medios a su disposición en la búsqueda de la verdad, incurre en un error, de aquella que, en cambio, o por mera aquiescencia a la opinión pública mayoritaria, a menudo creada intencionadamente por los poderes del mundo o por negligencia, se preocupa poco por descubrir la verdad.


El Vaticano II nos lo recuerda con su clara enseñanza, "Non raro tamen evebit ex ignorantia invincibili conscientiam errare, quin inde suam dignitatem amittat. Quod autem dici nequit cum homo de vero et bono inquirendo parum curat, et conscientia ex peccati consuetudine paulatim fere obcaecatur. ("No rara vez, sin embargo, ocurre que yerre la conciencia por ignorancia invencible, sin que ello suponga la pérdida de su dignidad. Cosa que no puede afirmarse cuando el hombre se despreocupa de buscar la verdad y el bien, y la conciencia se va progresivamente entenebreciendo por el hábito del pecado".) (Gaudium et Spes, 16).

Entre los medios que el amor redentor de Cristo ha dispuesto para evitar este peligro de error, se encuentra el Magisterio de la Iglesia: en su nombre, posee una verdadera y propia autoridad de enseñanza. Por tanto, no se puede decir que un fiel ha realizado una diligente búsqueda de la verdad, si no tiene en cuenta lo que el Magisterio enseña: si, equiparándolo a cualquier otra fuente de conocimiento, él se constituye en su juez: si, en la duda, sigue más bien su propia opinión o la de los teólogos, prefiriéndola a la enseñanza cierta del Magisterio.

Así, pues, al hablar en esta situación, de dignidad de la conciencia sin añadir nada más, no responde a cuanto enseña el Vaticano II y toda la Tradición de la Iglesia.

Santidad de Dios y dignidad del hombre

5. Estrechamente unido al tema de la conciencia moral, se encuentra el tema de la fuerza vinculante propia de la norma moral, que enseña la Humanae vitae .

Pablo VI, calificando el hecho de la contracepción como intrínsecamente ilícito, ha querido enseñar que la norma moral no admite excepciones: nunca una circunstancia personal o social ha podido, ni puede, ni podrá, convertir un acto así en un acto ordenado de por sí. La existencia de normas particulares con relación al actuar intra-mundano del hombre, dotado de una fuerza tal que obligan a excluir, siempre y sea como fuere, la posibilidad de excepciones, es una enseñanza constante de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia que el teólogo católico no puede poner en discusión.

Aquí tocamos un punto central de la doctrina cristiana referente a Dios y el hombre. Mirándolo bien, lo que se pone en cuestión, al rechazar esta enseñanza, es la idea misma de la santidad de Dios. Él, al predestinarnos a ser santos e inmaculados ante Él, nos ha creado "in Christo Iesu in operibus bonis, quae preparavit..., ut in illis ambulemus" ("en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que de antemano dispuso Dios que practicáramos".) (Ef 2, 10): estas normas morales son, simplemente, la exigencia, de la que ninguna circunstancia histórica puede dispensar, de la santidad de Dios en la que participa en concreto, no ya en abstracto, cada persona humana.

Además, esta negación hace vana la cruz de Cristo (cf. 1 Cor 1, 17). El Verbo, al encarnarse ha entrada plenamente en nuestra existencia cotidiana, que se articula en actos humanos concretos, muriendo por nuestros pecados, nos ha re-creado en la santidad original, que debe expresarse en nuestra cotidiana actividad intra-mundana.

Y aún más: esa negación implica, como consecuencia lógica, que no existe ninguna verdad del hombre que se sustraiga al flujo del devenir histórico. La desvirtualización del misterio de Dios, como siempre, acaba en la desvirtualización del misterio del hombre, y el no reconocer los derechos de Dios, como siempre, acaba en la negación de la dignidad del hombre.

La enseñanza de la teología moral: responsabilidad de los profesores

6. El Señor nos concede celebrar este aniversario para que cada uno se examine delante de Él, con el fin de comprometerse en adelante -según la propio responsabilidad eclesial- a defender y profundizar la verdad ética que enseña la Humanae vitae.

La responsabilidad que pesa sobre vosotros en este campo, queridos profesores de teología moral, es grande. ¿Quién puede medir el influjo que vuestra enseñanza ejerce tanto en la formación de la conciencia de los fieles como en la formación de los futuros Pastores de la Iglesia? En el curso de estos años, desgraciadamente, no han faltado, por parte de un cierto número de docentes, formas de abierto disenso respecto a cuanto ha enseñado Pablo VI en su Encíclica.

La celebración de este aniversario puede ofrecer el punto de arranque para un valeroso replanteamiento de las razones que han llevado a estos estudiosos a asumir tales posiciones. Entonces se descubrirá. Probablemente, que en la raíz de la "oposición" a la Humanae Vitae hay una errónea, o al menos insuficiente, comprensión de los fundamentos mismos sobre los que se apoya la teología moral. La aceptación crítica de los postulados propios de algunas orientaciones filosóficas, y la "utilización" unilateral de los datos que ofrece la ciencia, pueden haber apartado del camino, a pesar de las buenas intenciones, a alumnos intérpretes del documento pontificio.


Es necesario, por parte de todos, un esfuerzo generoso para aclarar mejor los principios fundamentales de la teología moral, teniendo cuidado -como ha recomendado el Concilio- de que "su exposición científica, nutrida con mayor intensidad de la doctrina de la Sagrada Escritura, muestre la excelencia de la vocación de los fieles en Cristo y su obligación de producir frutos en la caridad para la vida del mundo» (Optatam totius, 16).

Iniciativas pastorales

7. En este esfuerzo, un notable impulso puede proceder del Pontificio Instituto para los estudios sobre el matrimonio y la familia, cuyo fin es precisamente el mostrar "siempre con más claridad, utilizando un método científico, la verdad del matrimonio y de la familia", y ofrecer la posibilidad a los laicos, religiosos y sacerdotes, de "conseguir en este campo una formación científica tanto filosófico-teológica como en las ciencias humanas», que los haga idóneos para actuar con eficacia al servicio de la pastoral familiar (cf. Const. Ap. Magnum matrimonii, 3).

Además, si se quiere que la problemática moral, relacionada con la Humanae vitae y con la Familiaris consortio, encuentre su justo lugar en el importante sector del trabajo y de la misión de la Iglesia, que es la pastoral familiar, y suscite la respuesta responsable de los mismos laicos como protagonistas de una acción eclesial que les afecta tan de cerca, es necesario que institutos como éste se multipliquen en los diversos países: sólo de esta forma será posible hacer progresar la profundización doctrinal de la verdad y predisponer las iniciativas de orden pastoral en forma adecuada a las exigencias que surgen en los diversos ambientes culturales y humanos.

Es necesario, sobre todo, que la enseñanza de la teología moral, en los seminarios y en los institutos de formación, esté conforme con las directrices del Magisterio, de modo que surjan ministros de Dios, que "hablen del mismo modo" (Humanae vitae, 28 ), sin disminuir "en nada la saludable doctrina de Cristo" (Humanae vitae, 29 ). Se apela aquí al sentido de responsabilidad de los profesores, que deben ser los primeros en dar a sus alumnos el ejemplo de "un obsequio leal, interna y externamente, al Magisterio de la Iglesia" (Humanae vitae, 28 ).

8. Viendo tantos jóvenes estudiantes -sacerdotes y no sacerdotes- presentes en este encuentro, quiero concluir dirigiéndoles un particular saludo.

Buscar la verdad, venerarla y obedecerla

Uno de los profundos conocedores del corazón humano, San Agustín, escribió: "Haec est libertas nostra, cum isti subdimur veritati" (De libero arbitrio, 2, 13, 37). Buscad siempre la verdad: venerad la verdad descubierta, obedeced a la verdad. No existe el gozo fuera de esta búsqueda, de esta veneración, de esta obediencia.

En esta admirable aventura de vuestro espíritu, la Iglesia no es un obstáculo: al contrario es una ayuda. Alejándoos de su Magisterio, os exponéis a la vanidad del error y a la esclavitud de las opiniones: aparentemente fuertes, pero en realidad frágiles, pues sólo la Verdad del Señor permanece eternamente.

Invocando la asistencia divina sobre vuestro noble esfuerzo de buscadores y apóstoles de la verdad, imparto a todos, de corazón, mi bendición.


Joannes Paulus pp. II


domingo, 3 de octubre de 2010

De la unidad del género humano II



¿Cómo pudo Cristo merecer por nosotros?

Si el mérito es un efecto personal de un acto bueno individual, ¿cómo es que podemos aplicarnos nosotros los méritos personales de Cristo?

Por la unidad del género humano, en primer lugar. Cristo, como perfecto hombre, comparte con nosotros la naturaleza humana.

La naturaleza humana en Adán sufrió la herida. La naturaleza humana en Cristo disfrutó la Sanación.

"Como todos mueren en Adán, todos en Cristo han de recobrar la vida " 1 Corintios 15, 22.

En segundo lugar, por la unidad de todos los miembros del Cuerpo Místico, del que formamos parte, por la Gracia Santificante. Los miembros participan de los bienes de la Cabeza (Romanos 12, 4; 1 Corintios 12, 12; Efesios 4, 15 y 5, 23)

"La cabeza y los miembros pertenecen a la misma persona; siendo, pues, Cristo nuestra cabeza, sus méritos no nos son extraños, sino que llegan hasta nosotros en virtud de la unidad del Cuerpo Mïstico (Santo Tomás, Sent. 3)



Es falso afirmar que los méritos de Cristo, por ser de infinito valor, se extienden sin más a todos. Porque es necesaria la cooperación humana movida previamente por la Gracia.

De poco sirve al enfermo disponer de la medicina si no desea curarse.

De la unidad del género humano

De lo que un hombre, por su naturaleza, es capaz, cualquiera lo es.

Pues todos tenemos la misma naturaleza humana.


De la unidad, por la naturaleza, del género humano en Adán, se desprende que todos podemos, como él, desobedecer a Dios.

De la unidad, por la Gracia Santificante, en Cristo, en su Cuerpo, todos podemos realizar acciones sobrenaturales meritorias de Gloria, con Él, por Él, y en Él. Como Él.

Antes de la redención de Cristo el ser humano no era capaz de vida sobrenatural meritoria de Gloria. Estaba inhabilitado para ello, enemistado con Dios.

De ese estado era preciso salir de tal manera que lo que hiciera un hombre, pudiera hacerlo todo hombre. De forma que todos, y no unos cuantos, pudieran tener acceso posible a la nueva habilitación. Para que todo hombre fuera capaz de Gloria, uno debía serlo.

He aquí, entonces, que Dios nos envía a su Hijo para que haga, por nosotros, lo que necesitábamos que hiciera un hombre para poder hacerlo todos. Más era de tal magnitud la empresa, que ningún hombre podía hacerlo. Así, Jesús, en cuanto Dios y Hombre, pudo hacer lo que debía hacer un hombre, pero sólo podía hacer Dios.