domingo, 13 de marzo de 2011

Ser pobres según el mundo

En Juan 4, 42, la Santa Escritura nos dice:

"Estamos convencidos de que Éste es de verdad el Salvador del mundo".

Esto lo dicen los samaritanos después que el Señor se quedara con ellos dos días (Jn 4, 40),
porque se lo rogaron (4:40)
y creyeron en Él (4:39).

De este pasaje deducimos que el mundo es algo que necesita un Salvador, que ese Salvador es Cristo, y que hay que creer en Él para estar convencido de la indigencia del mundo.
Pero, ¿por qué el mundo necesita de un Salvador? La Escritura Santa nos responde en 1 Juan 5, 19:

"Nosotros sabemos que somos de Dios, y que todo el mundo está bajo el poder del maligno".

Hay cristianos que han basado su apostolado en avisar a los que admiran la ciudad terrenal de los peligros de poner su corazón en ella, y no darse cuenta del por qué de sus terribles sucesos internos y sus malignas estructuras de pecado.

"Todo en este mundo es inexplicable sin la intervención del demonio. Los que tienen en cuenta habitualmente a este enemigo pueden entrever" el por qué de las cosas (León Bloy, agosto 1894)

Al decir que el mundo entero está bajo el poder del demonio, no nos referimos sólo al mundo pecador, constituído por el reino del pecado y los hombres que viven apegados a él, cometiéndolos y moviendo a otros a cometerlos.

Nos referimos también al mundo natural, víctima del pecado primigenio, sacudido por las fuerzas del mal, y que espera también su restauración en Cristo. Pues aunque la creación es buena, por haber sido creada por Dios, está enferma de muerte, por el pecado humano.

No, no somos como todo el mundo, no podemos serlo. "Nosotros sabemos que somos de Dios" (1 Jn 5:19).

Así pues, hemos de responder a quienes nos pregunten si el mundo es bueno o malo, que el mundo es malo porque está todo él bajo el poder del maligno.

Y a la pregunta, ¿quién es bueno?
Respondemos "sólo Dios es bueno" (Marcos 10, 18)

Santo Tomás enseña que somos buenos por participación de la bondad de Dios, del cual procede todo bien:

"Así, cada cosa puede ser llamada buena por bondad divina como principio primero, ejemplar,
efectivo y final de toda bondad" (Suma, Ia, 6)

Y dice Boecio en el libro De hebdomad.:

"Todo lo que proviene de Dios es bueno por participación". Por lo tanto, no por esencia propia.

Sólo Dios es bueno, dice el Señor. Nosotros, los cristianos, en la medida en que seamos del mundo seremos malos,

y en la medida en que seamos de Dios seremos buenos por participación, (es decir, por Gracia y libertad en sinergia).

Por esto hemos de independizarnos del mundo visible, tanto del mundo pecador, como del mundo creatural herido, no depender de él, y la forma de no depender de él es no querer tener nada del mundo, y tenerlo todo de Dios. Sólo así podremos impregnar de la luz del Evangelio las realidad temporales, como quiere el CVII.

Es decir, querer ser pobres de mundo es necesario para ser perfectos, estar alegres, ser dichosos en el Señor, y en virtud de esta perfección salvar el mundo por el Evangelio. No querer gozar en exceso del mundo: espectáculos, diversiones, televisión, lujos, placeres vanos, riquezas...seducciones hedonistas en general, que apartan del camino del Señor y nos vuelven al pecado.

La pobreza voluntaria de mundo es aconsejada por Jesús para ser santos, y Él mismo la pone en práctica. Pues Jesús mismo se declara más pobre aun que los animales:

Las raposas tienen madrigueras y las aves del cielo tienen nidos, pero el Hijo del Hombre no tienen donde reclinar su cabeza (Mateo 8, 20)

La pobreza voluntaria, el espíritu de pobre es bienaventuranza de perfección. Puede ser que debamos tener cosas, para cumplir nuestra misión en el mundo. Pero hemos de tenerlas como si no fueran nuestras, y tenerlas únicamente en tanto en cuanto nos conduzcan al fin verdadero, que es la santidad, como enseña San Ignacio.

En resumen, acerca de lo anterior podemos decir:

El espíritu de pobreza evangélico es un medio de independizarnos del mundo para ser más y más de Cristo. No un fin, sino un medio de independencia de lo mundano, que nos permite abrirnos más a la bondad de Dios, de forma que no apetezcamos nada del mundo visible de la ciudad terrenal cuyo príncipe es el malo, y todo del mundo invisible de la Gracia de la Ciudad De Dios, cuyo príncipe es Cristo.

De esta fuente procede la alegría perfecta, la serenidad, la paz del corazón, el gozo profundo de las cosas de Dios.

La separación del mundo pecador es realizada por la Gracia, que nos hace de Cristo. La separación del mundo creatural es realizada por la pobreza evangélica.

Renunciamos a poseer con el corazón, no porque los bienes creados sean malos, sino porque no tener nada del mundo en el corazón nos hace libres y perfectos. Si tenemos cosas, tengámosla en cuanto nos sirven para ser santos, como si no fueran nuestras, con responsabilidad, pensando siempre en la limosna heroica y la urgente caridad, en el ayuno feliz y gozoso; como si no las tuviéramos. La posesión de las riquezas aparta el corazón de Dios, pues vuelve el corazón a los tesoros del mundo. Y ya sabemos que donde está tu corazón está tu tesoro:

Lc. 12:
19 No acumulen tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los consumen, y los ladrones perforan las paredes y los roban.
20 Acumulen, en cambio, tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que los consuma, ni ladrones que perforen y roben.
21 Allí donde esté tu tesoro, estará también tu corazón.

Terminemos con unas palabras del Doctor de la Gracia:
San Agustín, en De sermone Domini, 2, 13:
"Debe despreciar todas las cosas del mundo aquél que atesore para sí tesoros en el cielo. Pues cielo y la tierra pasarán.
"No debemos, pues, colocar nuestro tesoro en lo que puede pasar, sino en lo que permanece siempre.

LAUS DEO VIRGINIQUE MATRI

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