jueves, 11 de agosto de 2011

¡Conviértenos, Señor, y nos convertiremos!

En el capítulo 5 de las Lamentaciones, ante el pecado, abandono y calamidad del Pueblo de Dios, exclama el profeta:

21 ¡Vuélvenos hacia ti, Señor, y volveremos!

No dice el autor sagrado, a secas: "volveremos a Ti". Sino: Vuélvenos a Ti, Señor, y volveremos.

En la Vulgata dice:

21 converte nos Domine ad te et convertemur

Es decir, conviértenos, Señor, y nos convertiremos a Ti.

Pide al Señor que les convierta. ¿Es que acaso ellos no pueden convertirse por sí mismos, ellos solos? ¿Tiene el Señor que convertirles primero a ellos, para que puedan convertirse a continuación?

Así es. La iniciativa y el poder son siempre del Señor.

Por eso piden que les vuelva a Él. Que cambie la dirección de sus pasos. Están perdidos, desolados por sus pecados. Alejados del Señor. Y no dicen: nos volveremos a Ti, sino:

Vuélvenos a Ti, y entonces, una vez que Tú, Señor, nos conviertas, nos vuelvas a tu seno, a tu abrazo misericordioso, a tu Poder, nos tomes del brazo, cambies la dirección torcida de nuestros pasos, y nos vuelvas hacia tu Divino Rostro, entonces, y sólo entonces podremos volver a Ti.

Piden al Señor les haga desear la conversión.

Lo mismo hace la Iglesia. Pues si nos convertimos, es porque la Iglesia, Nuestra Madre, por nosotros, pide al Señor que nos convierta.

Esto mismo hace la Iglesia. De hecho, estas palabras de las Lamentaciones son palabras de la Iglesia. El profeta habla por ella, por nosotros. Pedimos al Señor nos haga desear convertirnos para poder convertirnos. Porque el deseo de volver a Él es obra suya en nosotros, por la Iglesia.

En la Divina Liturgia de Pascua de Resurrección, por ejemplo, pedimos a Dios Todopoderoso atienda los deseos santos que Él mismo ha infundido en nosotros con su gracia:

""Oh Dios que en el día de hoy, por medio de vuestro Unigenito Hijo, vencida la muerte, nos habéis abierto las puertas de la eternidad, oid favorablemente nuestros deseos, que Vos mismo habéis inspirado en nosotros con vuestra gracia" (Oración tras el Introito )

Como si dijéramos: Escucha nuestro deseo, Señor: queremos volver a Ti. Hemos pecado. Hemos tomado otra dirección, hacia el Maligno. Pero Tú has hecho que queramos volver libremente nuestros pasos hacia tu Nombre, hacia tu Casa, Señor, de la que nos hemos alejado por el mal que elegimos esclavizados por el Demonio. Ya que nos has infundido este deseo de volver a Ti, escúchalo, y concédenos que podamos volvernos a tu divino Amor.

¡Es Dios Nuestro Señor Quien siempre da el primer paso!

¡Bendito sea y alabado por los siglos de los siglos! Cuánto nos ama, de qué manera, que no espera a que nosotros, mendigos de su gracia y de su palabra, le pidamos lo que sólo Él puede darnos pedir.

Es Él Quien nos desea primero.

Para que nosotros nos convirtamos con esa fuerza teotrópica que Él invierte en nuestra recuperación, en nuestra conversión. Todos nuestros pasos hacia Dios son movidos, sustentados, suscitados y mantenidos en dirección teocéntrica por Él, Y A LA VEZ, gracias a ésta acción teotrópica suya, --o mejor dicho cristocéntrica--, nosotros libremente somos movidos por Él al movernos nosotros: Vuélvenos a Ti, para que podamos volvernos a Ti.

No nos movemos solos hacia Dios Nuestro Señor, ni solos ni autónomamente, sin su impulso divino y amorosísimo, de pura misericordia. Nos movemos hacia él libremente, propiamente, humanamente, pero de forma sobrenatural, auxiliados y animados por Él, libremente por su causa. En un movimiento que es luminosamente nuestro porque Él nos da que así sea: dichosa y hermosamente nuestro lo que es Suyo.

Si somos verdaderamente libres, salvíficamente libres, es por obediencia sobrenatural, que perfecciona nuestra naturaleza. Por ductilidad libre. Por gracia. ¡Paradoja sublime, grande, grandiosa del Amor de Dios!

Por eso pide la Iglesia, por la Escritura: conviértenos, y nos convertiremos.

Como si dijera: danos lo que queremos darte, para que podamos dártelo.

Es decir: convertirse es un acto sacramental, ECLESIAL, profunda y libremente humano, auténticamente humano, razonable aunque misterioso y supra-inteligible, inspirado por Dios mismo, inaccesible a nuestras fuerzas meramente humanas pero humanizante, posible por la gracia y auténticamente humano, en que lo humano llega a plenitud por divinización.

¿Dios lo hace todo, entonces?
No, nosotros hemos de colaborar. Él nos da el poder colaborar. Nos mueve a colaborar.

¿Dios nos obliga a creer en Él con una gracia irresistible? No, habilita nuestra libertad para que podamos elegirle voluntariamente movidos por la gracia. Podemos no querer colaborar y rechazar la gracia. Podemos negarnos a colaborar.

Pero es Dios mismo Quien nos da el poder colaborar libremente:

Así lo enseña de forma inerrante el Magisterio de la Iglesia, recogiendo esta verdad de la Escritura y de la Tradición:

""Confesamos a Dios por autor de todos los buenos efectos y obras y de todos los esfuerzos y virtudes por los que desde el inicio de la fe se tiende a Dios, y no dudamos que todos los merecimientos del hombre son prevenidos por la gracia de Aquel, por quien sucede que empecemos tanto a querer como a hacer algún bien

""Ahora bien, por este auxilio y don de Dios, no se quita el libre albedrío, sino que se libera, a fin de que de tenebroso se convierta en lúcido, de torcido en recto, de enfermo en sano, de imprudente en próvido.

""Porque es tanta la bondad de Dios para con todos los hombres, que quiere que sean méritos nuestros lo que son dones suyos, y por lo mismo que El nos ha dado, nos añadirá recompensas eternas.

""Obra, efectivamente, en nosotros que lo que El quiere, nosotros lo queramos y hagamos, y no consiente que esté ocioso en nosotros lo que nos dio para ser ejercitado, no para ser descuidado, de suerte que seamos también nosotros cooperadores de la gracia de Dios. Y si viéramos que por nuestra flojedad algo languidece en nosotros, acudamos solícitamente al que sana todas nuestras languideces y redime de la ruina nuestra vida (Ps 102,3) y a quien diariamente decimos: No nos lleves a la tentación, mas líbranos del mal (Mt 6,13) (Denzinger, 248)

Conviértenos, Señor, y nos convertiremos día a día, constantemente, en este camino hacia tu Plenitud, de la que recibimos gracia sobre gracia.

Conviértenos para que nos convirtamos a Ti y seamos liberados por tu gracia del poder del maligno, del mundo y de la carne.

Queremos (y este deseo Tú nos lo has infundido) que la Vida de tu Hijo Jesucristo nos transforme por el poder de su Espíritu de Amor, nos santifique, nos haga dichosos. Porque Tú, Señor, sabes hacer felices a tus hijos.

Algo muy grande, ¡muy grande!, pues, ocurre en una conversión.

Algo maravilloso, en que obra el amor de Dios Padre por nosotros, mediante su Palabra de Vida que es su Hijo, con el poder del Espíritu Santo, y a través de su Iglesia, Sacramento de Conversión.

Algo muy grande ocurre, algo por lo que nuestro entendimiento y voluntad, movidos eclesialmente por la Gracia del Logos, Verbo de Dios, hallan su propio esplendor de hijos de Dios.

¡Señor, no nos abandones!

Dios Padre Todopoderoso, Padre nuestro, todo se lo debemos al Cuerpo de tu Hijo. Todo se lo debemos a Cristo. Bendito seas, Señor Dios Todopoderoso, que nos conduces a Ti infundiéndonos este deseo tan grande y ardiente de amar a tu Hijo Jesucristo, con el Amor del Espíritu.

Laus Deo Virginique Matri

martes, 9 de agosto de 2011

Seamos fuertes, porque el Señor es Fuerte

La Sagrada Escritura, en el libro de Josué, nos da una maravillosa lección de parte de Dios de cómo ha de ser nuestra fortaleza. De cómo llegaremos a ser verdaderamente fuertes.

Pero fuertes, ¿para qué?

Para salvarnos y santificarnos, según lo dicho en 1 Pe 1, 5:

"la fuerza de Dios por medio de la fe protege para la salvación"

Con ella afrontamos la batalla diaria contra nuestros tres enemigos: demonio, mundo y carne, y vencerlos y ser santos.

Porque hemos de recordar en primer lugar que nosotros, los cristianos, tenemos un maravilloso mandato del Señor que cumplir: ser santos. ¿Por qué?

Nos lo dice el Señor:

"porque Yo soy santo" (Lev 19, 2)

El libro de Josué nos enseña que hemos de ser firmes y valientes, constantes y audaces para mayor gloria suya, y nos enseña el por qué, enlazado con las palabras del Señor en el levítico llamándonos a santidad.

Sed fuertes, nos dice Nuestro Señor, porque Yo soy Fuerte y Yo estoy con vosotros.

Es decir, si nos manenemos firmes en la fe con la firmeza de Dios, que sobrenaturaliza nuestra propia firmeza natural, seremos verdaderamente fuertes. Si somos fuertes con fortaleza solamente humana, sucumbiremos al demonio, al mundo y a la carne.

Dios no nos dice en el libro de Josué: --sed fuertes, porque dentro de vosotros está la verdadera fortaleza,

sino:

--sed fuertes porque Yo estoy con vosotros y yo soy el Fuerte.

Nos alimenta, por Gracia inmerecida, gratuita y misericordiosa, con su Fortaleza, que es Cristo,
de forma que podamos decir con el apóstol:

"Todo lo puedo en Aquel que me conforta" (Fil 4, 13)

Pero volvamos al libro de Josué, capítulo 1.

Fijaos en qué situación se encuentra. Moisés ha muerto. Él debe hacerse cargo de su Pueblo, y conquistar la Tierra prometida venciendo a temibles enemigos. El Señor le dice que sea fuerte y valiente, pero fijáos cómo se lo dice, no glorificando las cualidades meramente humanas propias de Josué, sino prometiéndole su Divina Asistencia y el auxilio de su Poder:

""2 “Mi servidor Moisés ha muerto. Ahora levántate y cruza el Jordán con todo este pueblo, para ir hacia la tierra que yo daré a los israelitas.

3 Yo les entrego todos los lugares donde ustedes pondrán la planta de sus pies, como se lo prometí a Moisés.

4 El territorio de ustedes se extenderá desde el desierto y desde el Líbano hasta el Gran Río, el río Éufrates, y hasta el Gran Mar, al occidente.

5 Mientras vivas, nadie resistirá delante de ti; yo estaré contigo como estuve
con Moisés: no te dejaré ni te abandonaré.


6 Sé valiente y firme: tú vas a poner a este pueblo en posesión del país que yo les daré, porque así lo juré a sus padres.

7 Basta que seas fuerte y valiente, para obrar en todo según la Ley que
te dio Moisés, mi servidor. No te apartes de ella ni a la derecha ni a la izquierda, y así tendrás éxito en todas tus empresas.


8 Que el libro de esta Ley nunca se aparte de ti: medítalo día y noche, para obrar fielmente en todo conforme a lo que está escrito en él. Así harás prosperar tus empresas y tendrás éxito.

9 ¿Acaso no soy yo el que te ordeno que seas fuerte y valiente? No temas ni te
acobardes, porque el Señor, tu Dios, estará contigo dondequiera que vayas
”.


Vemos que el Señor nos dice que seamos audaces y valientes y no vacilemos ante el mal porque Él está con nosotros, Fuente de todo Bien.

No desprecia nuestra fortaleza humana, sino que la perfecciona y sobrenaturaliza.

Igualmente nos dice que meditemos día y noche su Palabra (como nos dice en el Salmo 1) y que actuemos fielmente (obedeciéndole en todo ) .

Es decir, la meditación de la Palabra de Dios, y la obediencia y ductilidad a la Gracia, son fuente de fortaleza.

Así pues, siendo fieles a las mociones de la Gracia y asiduos a su Palabra, sobre todo en la Liturgia y la oración constante,

venceremos y seremos santos como es Santo nuestro Señor,

no porque seamos muy heroicos por nosotros mismos, sino porque Dios es Fuerte y Santo y está con nosotros por la Gracia de Cristo, que es la potencia santificadora de Dios

«Sólo en Dios se repone de mi alma, de Él viene mi salvación; sólo Él es mi roca, mi salvación, mi ciudadela, no he de vacilar» (Sal 62, 2-3);

«A los que esperan en Yahvéh él les renovará el vigor, subirán con alas como de águilas, correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse» (Is 40, 31).

El Señor nos pone en guardia contra la glorificación de nuestras propias fuerzas:
«Así dice Yahvéh: No se gloríe el sabio por su sabiduría, ni el valiente por su valentía» (Jer 9, 22).

Podemos vencer, pues, porque el mismo Dios Todopoderoso nos manda vencer y nos asegura que está con nosotros, con todo su Poder --que es Cristo--a nuestro servicio para la edificación de su Reino .

Demos gracias al Señor nuestro Dios que nos fortalece y santifica por su Palabra. Y no tengamos miedo. Tan sólo... ¡creamos!

"Porque todo el Plan de Dios se fundamenta en la fe" (1 Tim 1, 4)

Laus Deo Virginique Matri

lunes, 1 de agosto de 2011

Que el humanismo cristiano es el único y verdadero humanismo, en que no prevalece el hombre sino Dios

La Santa Escritura de Dios nos enseña en el Salmo 9, 20 cuál es la esencia del humanismo cristiano:

ne praevaleat homo.
Que no prevalezca el hombre (Sal 9, 20)

Anteriormente, en el mismo versículo, ha dicho:

Exsurge, Domine!
Álzate Señor!


Y luego de pedir al Señor que se alce, dice: ne praevaleat homo.
La Vulgata dice: non confortetur homo. Para significar que el hombre tampoco ha de gloriarse de sus propias fuerzas, ni robustecerse con sus fuerzas humanas, ni confortarse con sus propias energías, que no son sino nada, una falsa fortaleza, una falsa gloria, una falso consuelo que no conforta.

Lo meramente humano no debe prevalecer en el hombre. ¿Para qué? para que no se alce el hombre, sino Dios, y así el ser humano, hombre y mujer, sean humanos, luminosamente humanos, verdaderamente humanos según el Plan de Dios.

Para que Dios se alce en el ser humano y éste encuentre consuelo, sea confortado y verdaderamente fortalecido.

Hemos de saber, pues, una cosa.

Nos la dice el mismo salmo, en el versículo 21: sciant gentes se homines esse: sepan los hombres que son solamente hombres.


Sepamos lo que somos sin Dios. Solamente criaturas contingentes. Solamente briznas de paja, que arrebata el viento. No dioses, solamente hombres inclinados al mal, esclavizados por el Maligno que nos arrebató la Gracia originariamente, dejándonos heridos, débiles, enfermos de muerte. A su merced. No totalmente esclavos, pero esclavos. No totalmente muertos, pero enfermos de muerte.
Solamente somos hombres. Mortales, débiles, aquejados de fragilidad, inclinados al mal, heridos originariamente, es decir, de forma radical; muertos por nuestros pecados....


¿Cómo sentirnos fuertes, poderosos, consolados, confortados, autoglorificados, si sólo somos... humanos?

¡Dios es el Fuerte, Dios es el Consolador, Dios es Quien conforta, Dios es Quien ha de ser glorificado, Dios es Quien ha de PREVALECER en nosotros!

ne praevaleat homo. ¡Exsurge, Domine! ¡Álzate, Señor, en nosotros!

Así y sólo así seremos consolados, confortados, glorificados. Si Tú, Señor, prevaleces, no nosotros. ¡Alabado seas, Señor de cielo y tierra, Redentor y Salvador nuestro! ¡Bendito seas! Porque sólo en Ti somos verdaderamente humanos y es humano cuanto hacemos e ideamos en tu Nombre.

Esta es la esencia del humanismo cristiano.

Pero alguno preguntará:


¿Cómo se alza Dios en nosotros, para que podamos ser verdaderamente nosotros?
Dios se alza en nosotros por Cristo y solamente por Él. Por la Gracia de Cristo Dios se hace fuerte en nosotros, nos conforta, nos hace nacer de nuevo, nos consuela, nos hace ser lo que hemos de ser. Por esta razón que el Magisterio de la Iglesia dice acerca del misterio de lo que somos:

""El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado...
En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado" (Gaudium et Spes, 22).

Dios, para prevalecer en nosotros, se hace verdaderamente uno de nosotros
, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado.

De esta forma, cuando decirmos a Dios Todopoderoso que prevalezca en nuestra vida, que se alce en nosotros, lo que le estamos diciendo es que sea su Hijo Quien lo haga. Y lo hace por la Iglesia, por su Cuerpo. Sacramentalmente.

Queremos, pues, que Cristo prevalezca sacramentalmente en nosotros, para que en nosotros se esclarezca el misterio de lo que verdadermente somos.


Porque si Cristo trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, nosotros, si estamos en Él, con Sus fuerzas, podremos trabajar con Sus manos, pensar con Su inteligencia, obrar con Su voluntad identificándonos plenamente con él por la Gracia, de forma que se cumpla en nosotros la Palabra de Dios y digamos con el apóstol:

20 y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí (Gál 2)

Observa cómo es el ser humano en que lo solamente humano prevalece: una criatura muerta por sus pecados, enferma por el pecado original, terriblemente esclavizada por los deseos de su carne y combatida por el mundo, el demonio y su concupiscencia.


Observa sin embargo qué es el ser humano en que lo divino (Cristo) prevalece: una nueva criatura luminosa y eternamente viva por la Gracia de Dios, en la que Dios prevalece para gloria Suya, y que es lo que debe ser: imagen del Hombre celestial que es el Hijo de Dios (1 Cor 15, 47)

Imagen, icono del Hombre Nuevo.

Hombres y mujeres nuevos en su propia esencia por la Vida Nueva de Cristo, que hace nuevas todas las cosas. Él mismo, que es el Alfa y Omega, el principio y fin de todo, se lo dice al ser humano:

"Mira, yo hago nuevas todas las cosas" (Ap 21, 5)

Cristo, el Hijo del Hombre, que es fuerza por la que Dios prevalece y se alza, hace nuevas todas las cosas, y también hace nuevo al hombre, hombre y mujer.

Cristo hace nuevo al ser humano con la fuerza de Dios
. Cristo es pues la esencia del humanismo cristiano, que es un humanismo nuevo. Distinto. Radicalmente distinto. Tan distinto que es NUEVO. Porque Cristo hace al hombre y la mujer, en su masculinidad y femineidad concretas y renovadas por la Gracia, nacer de nuevo. Gratuitamente, inmerecidamente.

Por esto mismo el humanismo cristiano habla, ante todo, de Cristo, para esclarecer el misterio del ser humano. El humanismo cristiano no se apoya, no se conforta, no se complace en el estudio del hombre viejo. No quiere que prevalezca el hombre.


Mira lo nuevo. Mira a Cristo. Mira al hombre nuevo, imagen del Hombre celestial. Mira que todos los hombres descubran a Cristo para que todos los hombres puedan ser hombres nuevos en que Dios prevalece.


Fíjate cómo nos enseña esto la Escritura:

Isaías 43, 18-19:

18 No se acuerden de las cosas pasadas,
no piensen en las cosas antiguas;
19 yo estoy por hacer algo nuevo:
ya está germinando, ¿no se dan cuenta?

No nos acordemos del hombre viejo. Cristo nos hacer nacer de nuevo cada día con su Gracia y así y sólo así somos verdaderamente humanos.


Una cultura nueva, un arte nuevo, un pensamiento nuevo es posible en Cristo. Una cultura en que no prevalece el hombre. Una cultura en la que Dios prevalece en Cristo, por Él y en Él, y que precisamene por ello es verdaderamente humana.


Este es el humanismo en que creemos los cristianos. Por el cual cantamos, a pleno pulmón, y con toda nuestra alma:


Non nobis, Dominem, non nobis, sed Nomine tuo da gloriam.


¡Señor, no a nosotros, no a nosotros, sino a tu Nombre sea dada la Gloria! (Sal 113 b, 1)





LAUS DEO VIRGINIQUE MATRI

martes, 19 de julio de 2011

Que hemos de contar en nuestro apostolado con la sabiduría y el poder de Dios

El Evangelio no es cualquier libro.

Es mucho más que un libro.

Mira lo que dice el apóstol, en Romanos 1, 16:

"Evangelio... poder de Dios para la salvación de todos los que creen"

Ya sabemos bien por qué hemos de oir, leer, aprender, meditar, memorizar, predicar el Evangelio. Porque confiere el poder, la fuerza de Dios, que necesitamos para alimentar nuestra debilidad.

Pero, ¿de Quién se dice que es fuerza de Dios?

De Cristo:

Observa:
"Cristo es fuerza de Dios y sabiduría de Dios " (1 Cor 1, 24)

Luego si el Evangelio tiene el poder de Dios, es porque tiene a Cristo. Y si tiene a Cristo, tiene también la sabiduría de Dios, como nos dice 1 Cor 1, 24.

El Evangelio tiene, pues, sabiduría divina, no sabiduría humana.

Nada tiene de humano saber de sabios. Porque el Evangelio es saber de Dios, y mira lo que dice Dios mismo del saber de los sabios:

"Destruiré la sabiduría de los sabios" (Is 19, 14)

¿Por qué dice Dios "destruiré la sabiduría de los sabios"?

Porque quiere que en el Evangelio de su Hijo, en su Palabra, sólo exista Su sabiduría, que es Cristo.

Lo explica el apóstol a continuación:

"Ya que el mundo por su propia sabiduría no conoció a Dios en su divina Sabiduría, Dios quiso salvar a los creyentes por la locura de la predicación" (1 Cor 1, 21)

Por eso no encontramos al sabio en el Evangelio. Por eso dice el apóstol: "¿Dónde está el sabio?" (1 Cor 1, 20)

En el Evangelio no encontramos al sabio y su ciencia humana, porque en el Evangelio encontramos la sabiduría de Dios que es Jesucristo.

Por tanto, nosotros los cristianos, al predicar la sabiduría y el poder de Dios, predicamos una cosa: a Cristo crucificado, "pues la predicación de la cruz es una necedad para los que se pierden, mas para los que se salvan es poder de Dios" (1 Cor 18)

Es decir, la predicación de la cruz es poder de Dios para los que se salvan.

La predicación de la cruz tiene poder y sabiduria de Dios, pues es la predicación de Cristo mismo.

Para los que se pieden es necedad, porque no encuentran sabiduría humana, que es lo que buscan.

Pero para los que se salvan, no con poder humano, sino con poder divino, es sabiduría verdadera.

Fíjate cómo Dios Nuestro Señor no elige a sabios para predicar la cruz de su Hijo. Elige a gente humilde, a necios a los ojos del mundo. Porque esos necios son necios en cuanto al saber de sabios, pero tienen la sabiduría divina en cuanto al saber de Dios.

Es lo que ocurre con nuestro apostolado.

Queremos predicar el Evangelio a los que nos rodean. Hagámoslo como quiere Dios.

Con el poder de Dios, que es Cristo crucificado.

¿Y... cómo se llama el poder de Dios en nosotros? Se llama Gracia. La Gracia es la Vida de Cristo crucificado operante en nosotros, con su fuerza y su poder.. Por tanto, hagámoslo en Gracia. Es necesario para contar con el poder de Dios.

Queremos predicar el Evangelio a cuantos nos rodean: parientes, amigos, conocidos... hagámoslo como Dios quiere.

Con la sabiduría de Dios, que es Cristo crucificado.

Así nos lo enseña el Concilio con palabras firmísimas, que no dejan lugar a dudas:

"La obra para cuyo cumplimiento han sido elegidos por el Espíritu Santo transciende todas las fuerzas humanas y la humana sabiduría" (Presbyterorum ordinis, 15)

Nuestro apostolado, y su eficacia, trasciende todas las fuerzas humnas, porque necesita la fuerza de Dios que es la Gracia de su Hijo.
Trasciende asimismo la sabiduría humana, porque necesita la sabiduría de Dios que es la Palabra de su Hijo

Gracia y Palabra. Gracia y Evangelio. Gracia y verdad, que nos trae Jesucristo (Jn 1, 17)

Por todo esto, en nuestro apostolado con la familia, amigos, conocidos, trabajo, etc., etc., hemos de seguir los pasos de los apóstoles y los santos, que predicaron la cruz de Cristo, predicación que cuenta con el poder de Dios y la sabiduría de Dios.

Nosotros predicamos el Evangelio, Palabra misma de Cristo Crucificado, que no es cualquier libro humano, sino Palabra y Poder de Dios.

Por eso nosotros, los cristianos del siglo XXI, hemos de decir como el apóstol:

"nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los gentiles, pero para los llamados, tanto judìos como griegos, es Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque la locura de Dios es más sabia que los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que los hombres" (1 Cor 23-25)

Es más fuerte la predicación, el apostolado, así, como nos enseña el apóstol en la Palabra de Dios, a la manera apostólica, es decir, a la manera bíblica y tradicional, como nos enseña la Iglesia, que brotó de la misma Cruz del Señor.

Hemos de huir, por tanto, en nuestro apostolado, de discursos brillantes y elocuentes a la manera de los sabios de este mundo, que quieren cautivar con discuros originales y persuasivos. Sólo contaremos, así, con poder humano. Así restaremos eficacia al poder y la sabiduría de la cruz de Jesús.

No confiemos en nuestras palabras, sino en la Palabra de Dios. No en nuestra sabiduría. Sino en la locura de Dios.
No confiemos en nuestras fuerzas, sino en la fuerza de Dios. Que es debilidad a los ojos de los fuertes de este mundo.

Y sigamos el consejo del apostol:

"Yo, hermanos, cuando fui a vosotros, no fue para anunciaros el misterio de Dios con sublime elouencia o sabiduría, pues no me precié de saber entre vosotros otra cosa sino a Jesucristo, y éste crucificado. Me presenté ante vosotros débil, con temor y mucho temblor. Mi palabra y predicación no fue con persuasivos discursos de sabiduría, sino con manifestación del Espíritu y poder, para que vuestra fe se fundara no en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios" (1 Cor 2, 1-5)

No lo dudemos. El Evangelio, la Palabra de Dios, bíblica y tradicional, según el Saber de Dios en su Magisterio eclesiástico, tiene la fuerza y el saber que necesitan cuantos nos rodean. Basemos en ello nuestro apostolado.

LAUS DEO VIRGINIQUE MATRI

lunes, 18 de julio de 2011

De cómo hemos de orar en todo tiempo

La cuestión es simple. Los cristianos hemos de seguir a Jesús adonde quiera que vaya.

¡Es Nuestro Señor!

O lo que es lo mismo: hemos de unirnos a Él en todo momento, siempre y en todo lugar, sin cesar y sin parar. Porque TODA nuestra vida es Suya. ¡Alabado y bendito sea nuestro dulce Salvador!

Porque unirnos a Él no es sino tratar con Él tan íntimamente que nos identifiquemos totalmente con nuestro Amado. (¿Hay dicha mayor?) Lo que no es sino ORAR en todo tiempo.

Así pues, seguir a Jesús adonde quiera que vayamos con Él, y orar, es prácticamente lo mismo. Cuánto más queramos identificarnos con el Señor (ser santos), más hemos de orar.

Hemos de orar, pues, para no dejar de estar abrazados a Jesús, nuestro Amado Salvador y Redentor, Esposo de nuestra alma, fuente de toda nuestra alegría.

Pero... ¿Cuánto hemos de orar?
La Escritura nos lo dice en 1 Tesalonicenses 5, 17: "orad sin cesar".
Sin cesar significa sin parar.

El apóstol Pablo nos lo explica:
"Todo cuanto hagáis de palabra o de obra, hacedlo todo en el Nombre del Santo Señor Jesús" (Colosenses 3, 17)

El apóstol no nos dice qué significa orar sin cesar, pero sí nos dice cómo hacer TODO lo que hemos de hacer.

Mas, si hemos de orar todo el tiempo, ¿qué otra cosa podremos hacer?

Los cristianos sólo hemos de hacer UNA COSA: Orar. Y la forma de orar todo el tiempo nos la explica el apóstol:
"Todo cuanto hagáis de palabra o de obra, hacedlo todo en el Nombre del Santo Señor Jesús"

Vemos claro que un cristiano ha de orar todo el tiempo, que todo lo que debe hacer es orar, y que por tanto todo lo que haga que no sea oración debe CONVERTIRLO EN ORACIÓN. ¿Cómo? haciéndolo todo en nombre del santo Señor Jesús. Hacerlo todo en Nombre de Cristo. Orar todo el tiempo. Es lo mismo.

¿Qué significa esto?

Significa orar sin cesar con nuestras acciones. Hacerlo todo con espíritu de oración.

El espíritu de oración no es sino el espíritu de Cristo. Por tanto, todo hemos de hacer con el Espíritu del Señor. A la manera del Señor.

Es vital por tanto dedicar un tiempo largo y exclusivo a adquirir el espíritu de oración de Cristo. Para que el trato exclusivo con el Señor nos dé fuerzas para poder decir y hacer todo en su Nombre.

Está claro que los laicos, que vivimos en el mundo, no podemos vivir entregados exclusivamente a la oración.

La única forma de orar sin parar es convertir nuestros quehaceres y ocupaciones en motivos de oración.

Un MOTIVO DE ORACIÓN es cualquier cosa hecha en Nombre de Jesús el Señor. Por tanto, todo es motivo de oración.

Nuestra vida entera, pues, puede ser motivo de oración.

El primer motivo de oración es para decir y hacerlo todo por Cristo, no por nosotros.
Porque nadie puede ir al Padre sino por Él. Cristo es el único Camino (Juan 14, 16)
Si todo lo que digo y hago durante la jornada lo hago por Jesús, todo lo que digo y hago llegará a Dios y será grato a Él. Mis palabras y acciones se harán camino de unión con Dios. Trato íntimo con Él. Y ¿qué es orar, sino tratar íntimamente a Dios?
El segundo, es para decir y hacerlo todo con Cristo.
Porque el Señor mismo nos dice en Juan 15, 5. "Sin Mí no podéis hacer nada".

Y para estar con Él hay que estar en gracia. Y no perderla por nada del mundo. Con Cristo en nosotros por la Gracia, todo lo haremos para gloria del Padre, pues todo lo que hace Cristo da gloria al Padre.
Esto no son simples palabras hermosas. Es una realidad indiscutible.

Mientras permanezcamos fuertes en la Gracia, Cristo mismo estará con nosotros y todo cuanto hagamos con Él dentro tendrá un valor infinito, fuente de bienes para nuestro prójimo por la Comunión de los Santos.

Todo cuanto digamos o hagamos sin Él no vale absolutamente para nada en orden a nuestra salvación. Vale más, y hace más bien a cuantos nos rodean, un pequeño acto de virtud con Cristo, que un sin fin de obras de beneficiencia o solidaridad sin Él. Por eso, todo lo bueno natural que pueda hacer una persona en pecado mortal no le aprovecha para nada, no transciende el ámbito concreto de su vida material, y nada vale en orden a su salvación.

Y el tercero es para decir y hacerlo todo en Cristo.
Dentro de Él. Identificados con sus sentimientos. Christianus alter Christus. El cristiano es otro Cristo, por gracia. El deseo del Señor es que seamos uno con Él (Juan 17, 21)
De forma que podamos decir como el apóstol nos enseña: Mihi vivere Christus est. Mi vida es Cristo (Filipenses 1, 21) Porque ya no soy yo quien vivo, sino Cristo quien vive en mí" (Gálatas 2, 20)
Y todo cuanto hagamos será oración. Porque todo cuanto hace Jesús es oración al Padre.

Oremos sin cesar
Veamos con qué palabras nos lo dice la Escritura:

(Mt 7,7-8): Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca encuentra y al que llama se le abre.

(Mt 26,41): Velad y orad para no caer en la tentación.

(Lc 21,34-36): Tened cuidado: no se os embote la mente con los agobios de la vida... Estad siempre despiertos, pidiendo fuerza.

(Hech 2,42): Eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones.

(Rm 12,12): Que la esperanza os tenga alegres, estad firmes en la tribulación, sed asiduos en la oración.

(1Co 10,31): Cuando comáis o bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios.

(Ef 6,18): Orad en toda ocasión con la ayuda del Espíritu. Tened vigilias en que oréis con constancia por todos los santos.

(Col 3,17): Todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él.

(Col 4,2): Sed constantes en la oración; que ella os mantenga en vela, dando gracias a Dios.

(1Tes 5,17-18): Sed constantes en orar. Dad gracias en toda ocasión.

Jesús, Amado mío, todo lo hago por Ti.

Podría morir ahora mismo, si Tú lo quisieras, porque tanto es el deseo que tengo de estar abrazado a Ti, que todo cuanto deseo es estar contigo.

Es por tu amor. ¿Qué quieres que haga en tu Nombre? ¿Qué quieres que diga en tu Nombre?
Jesús, ayúdame a hacerlo todo con tu Espíritu.
Jesús, te amo!!

Todo quiero hacerlo contigo, Amado mío, Esposo de mi alma, ¡te amo con todo mi corazón y con todas mis fuerzas!

Todo lo hago por Ti.

Por eso, todo cuanto hago es TUYO. No dejo de pensar en ti

Mi vida es Tuya.

Vierte tu Gracia en mí y desbórdame, de forma que todos mis pensamientos sean tuyos.

Por eso, en todo cuanto digo o hago está tu Nombre en mis labios. Porque tú eres la luz de todos mis sueños y la única senda de mis días. En ti espero, y te amo, Señor, y todo cuanto hago, hasta el último latido de mi corazón, es Tuyo

¡Alabado sea tu Santo Nombre por siempre, Señor!

Señor y Dios mío, yo creo, adoro, espero y te amo, y te pido perdón por los que no creen, ni adoran, ni esperan, ni te aman.

¡Bendito y alabado seas, Señor de mi corazón!

martes, 12 de julio de 2011

Que no debemos temer la persecución del mundo

Vemos a diario que hay personas a nuestro alrededor que hacen cosas contra la Ley de Dios y defienden lo que hacen. Ellos no aceptan que es la Ley de Dios lo que violan. Hablamos con ellos, porque queremos que hallen la paz de Cristo. Y a menudo nos asalta el temor de suscitar rechazo en ellos.

Queremos llevar la salvación de Cristo al mundo, pero tememos al mundo. Queremos dar de la Gracia de Cristo al mundo, para que el mundo se salve por la Gracia. Pero tememos al mundo. Queremos la luz para las tinieblas, el gozo para las tristezas de la gente. Pero tememos al mundo. Queremos poner la Vida de Cristo donde hay muerte. Pero el mundo nos acobarda y no nos escucha.

Sin embargo, nada hemos de temer, porque Cristo siempre vence. Cree en Él y vencerás. No tengas miedo al martirio, que es la gran victoria de la luz sobre las tinieblas.

Ya lo decía el beato Juan Pablo II: No tengamos miedo!

Lo mismo dice Jesús (Marcos 5, 36):

No tengas miedo, tan sólo cree.

Y es que el temor filial a Dios, que brota del caudal de la fe, es el principio de la sabiduría y causa de la fortaleza, arma y vigilancia de nuestro combate cristiano, y vacuna segura contra todos los miedos mundanos.

El miedo al mundo, cuando se agranda y nos domina, es por falta de fe, y puede llevarnos a huir de la cruz salvadora, luminosa, de la Verdad y la Gracia de Cristo.

A muchos queremos decirles que lo que hacen es malo, pero puede a menudo más en nosotros el temor a ser rechazados, a ser odiados, a ser burlados, a ser ignorados, a ser puestos en evidencia, que la caridad. Y suavizamos entonces el mensaje para que no se ofenda nadie, y evitamos la cruz y ellos siguen pecando igual que antes. No queremos que piensen mal de nosotros.

Recordemos entonces qué pensaban de Jesús y esto nos ayudará a ser más valientes, más mansos y humildes, pero más valientes en nuestro apostolado.

En el Evangelio de Juan 7, 5, explica el sentir general acerca de Jesús, el Hijo de Dios, el Hombre Celestial (1 Cor 15, 47):

" sus propios hermanos no creían en él

Ni los parientes del Señor (pues a esto se refiere la Escritura con "hermanos", no a hermanos carnales, sino a parientes, según la forma de hablar judía) ni sus parientes creían en Él.

Nos quejamos nosotros de que nuestros familiares, amigos, conocidos, compañeros del trabajo no nos tienen en cuenta, que nuestro apostolado parece estéril, que no escuchan nuestros consejos....

Fijaos cómo trataban al Hijo de Dios, Salvador del Mundo. ¿Querían otorgarle honores, darle premios, nombre miembro honorario de los ateneos, escribirle laudatios y hacerle homenajes? Ni mucho menos. Fijaos lo que dicen de Él algunos de Jerusalén que pasaban por donde estaba Jesús predicando:

«¿No es este aquel a quien quieren matar? (Jn 7, 25)

Nosotros nos quejamos de que nos miran a veces mal. No queremos aparentar ser buenos apóstoles de Cristo porque pueden criticarnos, burlarnos, despreciarnos. Pueden contestarnos mal, no tenernos en cuenta....

Y ahora te preguntas: pero, ¿por qué odiaban tanto al Señor, si Dios es Amor, y es perfecto?

El propio Jesús lo dice:"

El mundo me aborrece porque yo declaro que sus acciones son malas" (Jn 7, 7)

No lo dudemos, entonces. Por mucho cuidado mundano y sutileza que empleemos para aconsejar a nuestros hermanos (sean familiares, amigos, conocidos, compañeros del trabajo... quien sea) y hacerles ver que esto o aquello que hacen es malo, les destruye, y va contra la ley de Dios y ponen en peligro la salvación de su alma;

por mucha falsa prudencia que empleemos, no lo dudéis, el mundo nos odiará porque declaramos que sus obras son malas, y porque lo declaramos en Nombre de Cristo, al que odiaron antes que nosotros, cuando vino al mundo como luz, para salvar al mundo en tinieblas.

Pero pasará otra cosa. A pesar del rechazo del mundo, mira lo que pasará. Lo mismo que sucedió al Señor, a los apostóles:

Muchos de la multitud creyeron (Juan 7, 31)

Si hablamos siempre en su Nombre, la multitud nos odiará, el mundo nos perseguirá, pero muchos creerán en el Señor, muchos se convertirán. Si hablamos con la ardiente caridad humilde de Cristo, muchos se convertirán.

No os quepa duda, sin embargo, de que si nuestro discurso está aguado, es tibio, adulterado, para que el mundo nos aplauda y vea lo tolerantes que somos; el mundo no nos perseguirá, nos hará honores, escribirá discursos de bienvenida y homenajes, nos darán premios y medallas. Pero muchos no se convertirán. Nuestro apostolado será infecundo y seremos como sal sosa que sólo sirve para ser pisada.

Por eso, hemos de seguir los pasos de nuestro Señor, porque somos hechura suya. Y sólo así cuanto haremos dará fruto, y daremos de su Vida, y en abundancia.

Sólo así muchos de esos que nos rodean dejarán de hacer lo que les destruye y aleja de la Vida.

Hagámoslo todo en Su Nombre y no temamos la persecución del mundo, antes bien considerémosla una bendición. Mira la persecución del mundo contra Jesús. Dura ya dos milenios. Y sin embargo contempla la inmensa multitud de santos que le dan gloria, que salvan al mundo, que aman al mundo, que salvan almas. Mira las maravillas que hace el Señor en el alma humana, en las familias, en las sociedades que no reniegan de su Nombre.

Mira las maravillas que ha hecho Dios por medio de su Hijo.

Podremos decirle lo mismo que sus discípulos le dijeron a Él:

«Señor, ¡hasta los demonios se nos someten en tu Nombre!». (Lucas 10, 17)

Laus Deo!!

jueves, 7 de julio de 2011

Lo que Dios nos da

«Misterio verdaderamente tremendo, y que jamás se meditará bastante, el que la salvación de muchos dependa de las oraciones y voluntarias mortificaciones de los miembros del Cuerpo místico de Jesucristo, dirigidas a este objeto,» (Mystici Corporis 1943,19).

El alma del apostolado es la ofrenda personal. Es obra de la Gracia. Ofrendarse a Cristo por la conversión de los demás, y en bien de la iglesia, abrirnos a la Gracia por completo, para que la Gracia nos sacralice, nos haga ofrenda a Cristo. Es la Gracia la que nos santifica y nos hace ofrenda.

Seamos como arcilla, dejemos que la Gracia divina modele a Cristo en nosotros en bien de los demás.

¿No sabes que lo que tú quieres hacer no importa? Lo que importa es lo que Dios quiere hacer en ti. Déjale hacer. Que Dios haga en ti lo que él quiera, te cueste mucho o te cueste poco, te cueste la vida, el dinero, los medios, la salud, el descanso... cueste lo que cueste, no lo que tú quieras, sino lo que quiere el Señor.

Atentos a la Gracia, dejemos que la Gracia nos empuje a hacer lo que Dios quiere, nunca lo que nosotros queramos. Lo que santifica no es lo que nosotros damos a Dios, sino lo que Dios nos da, es decir, la Gracia divina. No queramos ser alfareros de nosotros mismos.

Es terrible el error semipelagiano, por el que creen que seremos santos más por lo que damos a Dios, que por lo que Dios hace y realiza en nosotros. Pues no es lo que damos, sino lo que recibimos, lo que nos santifica.

Si presto oídos a lo que Dios quiere que yo haga, recibo la Gracia divina que me infunde para hacer su voluntad, y hago todo lo que Él quiere con la fuerza que viene de Él, no con mi fuerza, no con mis planes, no con la eficacia de mis programas. Dios quiere que abramos las manos y recibamos de Él.

Tantos hay en la Iglesia que andan perdidos y desorientados, pensando que es vital lo que ellos hacen... Dios me pide esto y debo hacerlo. ¿Acaso no sabéis que la santidad no viene del hombre, de lo que hace el hombre, sino de lo que Dios nos da, de lo que hace Dios con nosotros? Hagamos única y exclusivamente lo que la Gracia nos empuja a hacer, es decir, la Voluntad de Dios. Sea heroico, sencillo, normal y corriente, poquita o mucha cosa. Lo que Dios quiere que hagamos, lo que NOS DA HACER.

Hay cristianos que quieren vivir una vida cristiana, pero no quieren una perfecta santidad, un total abandono a la acción de la Gracia divina en ellos. Ellos quieren esto y lo otro... pero la santidad no consiste en invertir grandes medios y programas para hacer lo que yo creo por la Iglesia, sino en dejarme transformar por la Gracia de Cristo y hacer única y exclusivamente lo que Dios quiere y por su Gracia me comunica. Y a lo mejor lo que Dios quiere no tiene nada que ver con lo que yo quiero hacer por Dios.

miércoles, 6 de julio de 2011

De aquello que Dios quiere de ti, y que conseguirá si le dejas

Si Dios Todopoderoso quiere una cosa de ti, ¿dejará acaso de conseguirla, si le dejas? ¿Acaso el Señor de cielo y tierra no puede conseguir cuanto quiere?

Sólo necesita que le digas libremente: hágase. Sí. Fiat. Acepto. Trabaja en mí cuanto quieras y como quieras.

Y te prepara para la obediencia y te mueve a decirle: --Amén, sea Tu Voluntad.
Si tu corazón sigue latiendo, es sin duda porque Dios lo quiere. Si no lo quisiera, ¿por qué iba a mantenerte con vida? ¿Crees que si Dios Todopoderoso no quisiera mantenerte en este mundo no te habría hecho ya desaparecer?


Sin embargo, sabes que Dios quiere una cosa de ti. Por esta cosa te da la vida y te la conserva. Por Él y sólo por Él puedes vivir y te mueves y existes. ¿Acaso no va a conseguir esa cosa de ti, si se lo propone y tú le dejas?

¿Quieres saber qué es esto que Dios Todopoderoso quiere de ti?

Te lo dice en su Sagrada Escritura en 1 Tesalonicenses 4, 3:

"Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación".

Preguntarás: ¿Por qué quiere Él precisamente esto?
La respuesta es: Porque Dios es Santo.


Nos saca de la nada para darnos de lo Suyo, que es su Caridad, con la que quiere modelarnos a imagen y semejanza suya. Quiere participar su Amor Santo con nosotros. Porque quiere que seamos como Él es.

Como Él es santo, quiere que seamos santos y nos da de Su santidad. Así nos lo dice en la Escritura:

Sed santos, porque yo, Yahveh, vuestro Dios, soy santo (Levítico 19, 2)

¿Cómo podríamos ser como él, nosotros, pobres criaturas mortales, si no nos diera de lo Suyo, que es ser todo Caridad?

Es un don. Su santidad de amor es algo que nos da. ¿Cómo?

Por el Sacramento del Santo Bautismo, que nos da su Vida Santificante, con la fe, la esperanza y la caridad, con todos sus dones, por los que nos unimos día a día a Él.

La participación de la santidad divina es una herencia que recibimos por el Bautismo y que hemos de aumentar por la oración y la vida sacramental, por la fe que opera con la caridad de Dios en oración continua y perseverante.

Fíjate en esto. Cuando recibimos una herencia es porque alguien ha fallecido.

¿Quién es el que ha fallecido , que nos deja en herencia la Caridad de Dios?
Jesucristo.

Jesucristo es Quien ha muerto, y resucitado al tercer día, para dejarnos en herencia la vida divina, que es la Gracia. El Hijo ha muerto en la Cruz para que tú y yo recibamos en herencia la santidad participada de Dios que nos hace santos como el Padre es Santo.

Te sorprenderá esto, pero es así.

Por el Bautismo recibimos como don heredado de Cristo una participación de la santidad de Dios. Ahora nos queda, día a día, minuto a minuto, aumentar esta participación de Gracia crucificándonos con Él.

Una herencia en la Cruz de Cristo. Herederos en el Señor Crucificado. Unidos a su cruz, somos herederos con Él. Por la cruz los sacramentos nos abren a la acción transformante, santificadora de Dios.

Así se cumple la Escritura:

Romanos 8: 16 El mismo Espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. 17 Y si somos hijos, también somos herederos, herederos de Dios y coherederos de Cristo, porque sufrimos con él para ser glorificados con él.

""Fíjate. Jesucristo quiere lo mismo que el Padre. El Padre dice:

Sed santos porque yo, el Señor tu Dios, soy santo (Lev 19, 2).

El Hijo nos dice: sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo. (Mateo 5, 48)

Lo que quiere el Padre, pues, es lo mismo que lo que quiere el Hijo, pues el Hijo viene a cumplir en todo la voluntad del Padre. A darse como herencia a nosotros, para que hagamos, como Él, la voluntad del Padre. Y si Cristo hizo la voluntad del Padre en la cruz, nosotros imitando al Hijo hacemos la voluntad del Padre en nuestra propa cruz, que por incorporación bautismal es la misma cruz del Hijo

Toda vida cristiana es aumento de la Gracia bautismal y don bautismal que aumenta en la cruz de cada día, que es la cruz divinizante del Hijo, que recibimos en herencia. Cuando unos padres llevan a su hijito pequeño a bautizar a la iglesia, piden al Señor la vida santa del Padre, que es la Gracia de Cristo Crucificado.

De igual forma el catecúmeno que pide el bautismo lo que pide es ser santo.

Mira cómo lo explica el beato Juan Pablo II en Novo millenio ineunte, 30:

""Preguntar a un catecúmeno, “¿quieres recibir el Bautismo?”, significa al mismo tiempo preguntarle, “¿quieres ser santo?”

Cuando unos padres llevan a su hijo a la iglesia, para que reciba el bautismo, lo que hacen es ofrecérselo a Dios, y expresar que quieren que su hijo cumpla la voluntad de Dios, que quieren un hijo santo, y que harán todo lo posible para que aumente en él esa santidad que piden a la Iglesia, y que la Iglesia les da de Dios por el sacramento que se ha abierto en la Cruz.

Porque todos los sacramentos se abren en la Cruz del Señor. Es la Puerta de la Gracia, por la que entramos en Vida Santa de hijos de Dios.

Y es que nuestra condición de bautizados nos eleva a un plano completamente diferente al resto de las criaturas mortales. Nos eleva a la condición de hijos y herederos de la vida divina. Nos eleva pues al plano sobrenatural.

Por esto, nuestro apostolado, nuestra pastoral, nuestra vida de fe... todo debe girar en torno a esta herencia sobrenatural que recibimos en el Bautismo y que hemos de alimentar sin fin por la oración y los sacramentos hasta la perfección de la caridad, que es ser santos.

Así Dios nos mantiene caminando en Gracia y haciendo Su voluntad. Esta es la cosa de nosotros que Dios Todopoderoso quiere conseguir. ¿Dejará acaso de conseguirla, si nosotros le dejamos?

Este caminar en voluntad de Dios no es sino luminoso caminar crucificado, pues caminamos gozosamente en Cristo. Es caminar como hijos de Dios por mediación de la Iglesia. Porque, ¿qué puede ser, sino un grandísimo misterio, esta Iglesia que nos da la santidad divina por el sacramento? Cuando nos damos cuenta de que Dios quiere que seamos santos como Él, nos damos cuenta de lo que es su Iglesia, Cuerpo de su Santo Hijo, Fuente de Vida Filial Abundante.

Descubrimos la Iglesia como donante de Gracia santificadora, como sacramento universal de obediencia filial, que es obediencia de cruz, acción del Espíritu del Padre y del Hijo, en comunión de voluntades, por la que recibimos la herencia de la vida divina.

Así nos lo enseña el beato Juan Pablo II en el mismo documento:

""Descubrir a la Iglesia como “misterio”, es decir, como pueblo “congregado en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, (15) llevaba a descubrir también su “santidad”, entendida en su sentido fundamental de pertenecer a Aquél que por excelencia es el Santo, el “tres veces Santo” (cf. Is 6,3).

""Confesar a la Iglesia como santa significa mostrar su rostro de Esposa de Cristo, por la cual él se entregó, precisamente para santificarla (cf. Ep 5,25-26). Este don de santidad, por así decir, objetiva, se da a cada bautizado. Pero el don se plasma a su vez en un compromiso que ha de dirigir toda la vida cristiana:

"“Ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación” (1Th 4,3). Es un compromiso que no afecta sólo a algunos cristianos: “Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor”. (16)

Alabado sea Nuestro Señor Jesucristo--, que por su muerte nos ha hecho herederos de la santidad divina

Gracias Padre, porque nos quieres santos y nos haces santos por la Gracia de tu Hijo, participación crucificada de tu misma perfección.

LAUS DEO VIRGINIQUE MATRI

jueves, 30 de junio de 2011

La fuerza de Dios

En 1 Samuel 2:9 la Santa Escritura nos dice algo impresionante:

"el hombre no triunfa por su propia fuerza".

Los cristianos sabemos que triunfamos por la Gracia, no por nuestro propio poder, sino con el poder del Altísimo.

Tanto es así, que con la fuerza de Dios, que es Cristo, (¡y no nosotros!) ocurre algo insólito a ojos del mundo:

--los cobardes cobran un valor inusitado, los audaces según la carne son humillados.

Nos lo vuelve a decir la Escritura, en el Canto de Ana.

"4 El arco de los valientes se ha quebrado,
y los temerosos se ciñen de vigor (1 Samuel 2:4)

Pido al Señor su fuerza, que es Cristo, para que me ciña los lomos con la firmeza de la fe y me dé la victoria contra Goliat.

Sólo necesito tres o cuatro piedras y el poder del Todopoderoso.

martes, 28 de junio de 2011

La conversión o la muerte

Párate un momento y escucha.

La Imitación de Cristo te dice algo impresionante:

"si no te conviertes a Dios, serás un desdichado dondequiera que estés y a cualquier parte que vayas" (Kempis, 22, 1)

Si no te haces violencia seguirás en tu movimiento de inercia, de hastío en hastío y de insatisfacción en insatisfacción. No dejarás de moverte buscando aquí y allá sin encontrar nada que te sacie realmente.

Detente ante la cruz de Cristo y deja que la Gracia te clave a ella. Esa cruz te da la Vida a través de la Iglesia.

No pongas tu esperanza en cosa alguna de esta tierra, y mucho menos en ti mismo.

La Escritura te dice dónde debes ponerla:

"Poned toda vuestra esperanza en la gracia de la revelación de Jesucristo" (1 Pedro 1, 13)

Por tanto, si toda nuestra esperanza ha de estar en la Vida de Cristo en nosotros, no dudes postrarte ante el Señor, con humildad, sintiendo que no eres nada y que de nada en nada vas e irás hasta que no te conviertas a su Palabra, a su Revelación en Cristo.

Porque Cristo nos trae la verdad, con su alegría perfecta, y la fuerza sobrenatural para vivirla y practicarla ( Juan 1, 17)

Así pues, ten por seguro lo que te dice el Kempis:

"si no te conviertes a Dios, serás un desdichado dondequiera que estés y a cualquier parte que vayas"

Esta conversión no te vendrá porque alcances por ti mismo una opinión favorable. Es un don, que pidieron tus padres a la Iglesia cuando te bautizaste. Por el que Dios Todopoderoso ha inserto en ti la fe teologal, por la que respondes sí al Señor y te conviertes libremente a su Palabra, movido por la gracia divina.

Pero has de ser humilde. No creerte capaz, por ti mismo, de alcanzar la gracia que ha de conceder el Señor por su misericordia, para purificarte y hacerte nacer de nuevo en cada confesión. Pues ya eres ciudadano del Reino celestial, por el Bautismo. Ahora puedes nacer de nuevo, trabajosamente, por el Sacramento del Perdón.

Confesar tus pecados al sacerdote es un primer paso en la perfecta alegría de la cruz. Naces trabajosamente. De forma que una luz nueva aparece ante ti. La luz de la Gracia, que te reconcilia con Dios, de forma que te conviertes a su misericordia, y dejas que te santifique iluminando tu vida y sobrenaturalizándola.

Pasas de ir sin rumbo a caminar derecho.

Puedes convertirte y por la cruz ser santo, y alcanzar la visión de Dios en la gloria, que es tu patria. Pero si no ambicionas la santidad, renunciarás la cruz y perderás la fe.

Pues no te quepa duda que convertirte y crucificarte con Cristo es lo mismo, en orden a tu alegría perfecta, a tu paz interior, a tu equilibrio, a tu salud. No hay conversión sino por la cruz de Cristo, y no hay cruz sino para la santidad, que es Vida inagotable y camino perfecto en Comunión de los Santos.

Has de ser humilde y postrarte ante Aquel del que recibes hasta el latido de tu corazón.

Por ti mismo no puedes. Te lo dice Jesús: "Nadie puede venir a Mí si el Padre que me ha enviado no le atrae" (Juan 6, 44).

Puedes por la Gracia, que te hizo imagen del Hombre Celestial, que es Cristo (1 Corintios 15, 47).

"Hechura Suya somos, creados en Cristo Jesús" (Efesios 2, 10).

Tu conversión es posible porque eres hechura del Hijo del Hombre por el Bautismo. Tus padres se lo pidieron a la Iglesia, y el Cuerpo de Cristo irradió en tu ser la gracia del Todopoderoso y te separó del mundo para hacerte sacerdote común y víctima. Tu bautismo te hizo miembro del Pueblo Santo de Dios, que es peregrino y forastero en esta tierra.

"Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús" (Filipenses 2, 5)

Si pides al Señor te dé asumir la condición humilde de Cristo serás humilde a la manera de Cristo, por la oración constante y confiada.

Y Cristo, que es humilde por su obediencia de cruz, te hará humilde en su propia cruz, que es la tuya de cada día.

Y notarás, crucificado con Él, el gozo del espíritu, la mansedumbre del Cordero, la claridad del Río de la Vida.

Pídele al Señor te conceda hablar como el apóstol:

"Estoy crucificado con Cristo" (Gálatas 2, 19)

Voy a decirte algo que tal vez no entenderás.

Si no te crucificas con Cristo serás un desdichado. Irás de derrota en derrota, de vacío en vacío, y no has de pararte nunca buscando felicidad donde nunca has de encontrarla.

Porque la encrucijada reside en aceptar el Plan luminoso y perfecto de Dios para tu vida, en que has dar en plenitud y perfección, o caer sin rumbo y no dejar de fracasar.

"¡La santidad o la muerte!"

Es el lema en que el beato Marcelo Spínola resume todo cuanto estoy intentando decirte.

Por esto no te predico la felicidad o la tranquilidad de los bienes efímeros de la tierra. Te predico a "Cristo crucificado, escándalo para los judíos, locura para los gentiles y sabiduría de Dios para los llamados" (1 Corintios 1, 23-24)

Porque en Cristo crucificado no vivirás tú, sino Cristo en ti. Para que se cumplan las Escrituras y alcances el Plan amoroso de Dios, que quiere colmarte de infinitos dones:

"Yo estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí." (Gálatas 2, 19-20)

domingo, 26 de junio de 2011

De cómo la paz no puede darla el mundo sino Cristo

Anhelamos vivir en paz.

Pero la paz que anhelamos no es una paz que pueda darnos el mundo.

A veces la buscamos en el mundo, y no creemos lo que nos dice Jesús:

"27 Les dejo la paz,
les doy mi paz,
pero no la doy como la da el mundo". (Juan 14)

No encontraremos jamás en este mundo la paz que anhela nuestro corazón. Porque la paz no la da el mundo, sino Cristo, que la da de otra forma.

El Magisterio de la Iglesia nos explica:

"".Es necesario que la paz reine en los corazones. ""

Es, pues, una paz interior. Una paz que penetra el corazón, que es sede de la voluntad. La paz de Cristo es la paz de la voluntad, del querer. Pues cuando sólo se quiere a Cristo se vive en perfecta paz.

Sigue el Magisterio Pontificio de Pío XI:

"Y no hay semejante paz si no es la de Cristo; y la paz de Cristo triunfa en nuestros corazones (Col 3,15) ; ni puede ser otra la paz suya, la que Él da a los suyos (Jn 14 Jn 17) , ya que siendo Dios, ve los corazones (1R 16,7) , y en los corazones tiene su reino. ""

No hay una paz semejante a la de Cristo. Por eso, si por la gracia nos asemejamos a Cristo, la paz del Hijo de Dios será la nuestra por razón de semejanza.

A continuación dice Pío XI:

""Por otra parte, con todo derecho pudo JESUCRISTO llamar suya esta paz (...) sellándola con su propia sangre""

Es una paz sellada con la propia sangre de Jesucristo.

Es por tanto una paz crucificada, la paz que mana como Río de Gracia de la propia Cruz de Cristo.
La paz que nos da Cristo es pues una paz de Cruz. Sellada, guardada, protegida, asegurada por la sangre que mana del Costado del Señor. Porque del sacrificio del Señor, que sufrió la violencia del mundo, mana nuestra paz. Él asume la violencia del mundo para que nosotros tengamos la paz que brota de su sacrificio.

Es decir, de nuesta justificación en Cristo brota la paz, en que hallamos todo lo que anhela nuestro corazón, y para simpre, porque es una paz sellada por el sacrificio del Señor. Dios Todopoderoso nos dará la paz del Señor siempre que la pidamos y le seamos fieles.

El profeta Isaías nos lo enseña. De la justicia de Dios, que nos reconcilia con Él, brota la paz en que nos sentimos sanos y salvos en Cristo.

""17 La obra de la justicia será la paz,
y el fruto de la justicia, la serenidad
y la seguridad para siempre. (Isaías 37
)

Que es como decir: la obra de la cruz que nos justifica es nuestra paz, que no es otra cosa sino la reconciliación con Dios, estar en estado de amistad, y no enemistad, con Dios, por la gracia ganada por Cristo con su sangre.

Pero la justicia de Cristo, cuya obra es nuestra paz con Dios, no es la justicia del mundo. Por eso la paz verdadera brota no de la justicia humana sino de la justicia de Dios, que no es sino la caridad.

La paz de Cristo es paz de justicia divina, es decir, de caridad.

Así nos lo enseña Pío XI:

""la caridad que es la virtud apta por su misma naturaleza para reconciliar los hombres con los hombres

Para restablecer la justicia entre Dios y el ser humano era necesario algo más que la humana justicia, era necesaria la misma caridad de Cristo. Y como la virtud de la caridad cristiana es infundida por Dios en el corazón, es decir, en la voluntad, por esto mismo se dice que la paz de Cristo anida en el corazón y es paz de los corazones, de las voluntades.

Leámoslo en palabras de Pontífice:

""El reino de la paz esta en nuestro interior. Por tanto, a la paz de Cristo, que, nacida de la caridad, reside en lo intimo del alma, se acomoda muy bien a lo que SAN PABLO dice del reino de Dios que por la caridad se adueña de las almas"

Por esto la paz que anhelan nuestros corazones no es sino la caridad misma de Cristo, que pacifica lo más íntimo de nuestra alma.

Y ¿cómo la pacifica? Extendiendo en ella la Gracia de Cristo, de forma que el reino de Dios, que es Reino de paz, se adueñe del alma.

Mas, ¿qué es el Reino de Dios sino la Gracia?

La Gracia de Cristo obra la paz en nosotros generando en nuestra alma el Reino de Dios por acción de su caridad.

Como conclusión, lo que más hemos de temer es perder la Gracia, pues al perderla desaparece la paz de nuestros corazones.

Lo que es lo mismo que decir que el pecado, que nos privada de la Gracia, es el mayor enemigo de la paz.

Y que combatiendo el pecado luchamos por la paz. Y que no hemos de temer nada en el mundo, sino el pecado.

Por esto el Señor cuando nos dice:

"27 Les dejo la paz,
les doy mi paz,
pero no como la da el mundo". (Juan 14)

Nos dice a continuación:

""No se turbe vuestro corazón ni se acobarde" (Juan 14,27)

Y la conclusión es que NADA hemos de temer en el mundo si estamos en paz con Dios (en Gracia) por Cristo. Así nos los recuerda Pío XI con impresionantes palabras:

""la paz de Cristo no se alimenta de bienes caducos (de los bienes del mundo), sino de los espirituales y eternos, cuya excelencia y ventaja el mismo Cristo declaró al mundo y no cesó de persuadir a los hombres. Pues por eso dijo:

""¿Qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde el alma? o ¿qué cosa dará el hombre en cambio te su alma? (Mt 16,26) . Y enseñó además la constancia y firmeza de animo que ha de tener el cristiano: ni temáis a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma, sino temed a los que puedan arrojar el alma y el cuerpo en el infierno (Mt 10,28) .

Que vivamos en todo momento sin miedo, seguros y tranquilos como ciudadanos del Reino de Dios, serenos y confiados en Aquel que con su sangre selló la paz de nuestros corazones.

¡LAUS DEO VIRGINIQUE MATRI!

sábado, 25 de junio de 2011

Sólo Cristo me satisface

He llegado, por la misericordia de Dios, a un punto en que sólo me siento bien haciendo oración. Nada me atrae, todo me hastía salvo tener el pensamiento puesto en Cristo Nuestro Señor.

A veces no siento nada y no me consuela hablar con Jesús. Sin embargo un fuego muy grande me devora y aun cuando estoy seco estoy ardiendo con el amor que me da. A veces Dios Todopoderoso me concede que me sea indiferente que el Señor me consuele o no. Me dá muchas ganas de amarle y abrazarme a Él, y le pido que entre en mí y que me ponga a un lado, para que mi miseria quede cubierta por su gracia. Y entonces siento una dicha inexplicable y como un deseo de morir y de salir de este mundo.

Sólo quiero que me santifique a la manera que Él quiera, con dolor, gozo, sequedad o consuelo. Sólo quiero lo que Él quiera. A veces me asaltan miedos y temores y malos apegos y comprendo que el Señor ha de trabajar aún mucho en mí.

Me levanto con deseos de orar y me acuesto con deseos de orar. Todo lo hago en su Nombre. Cuando peco me manda el Señor un dolor tan grande que se me quitan las ganas de volver a pecar en toda mi vida.

Pero como vuelvo a pecar y a ofenderle, porque soy un miserable, vivo en un gozoso humillarme.

He dejado de confiar en mí mismo, y no espero de mí sino maldad e iniquidades. Toda mi confianza la tengo puesta en la gracia del Señor (1 Pe 3, 15).

No tengo ningún deseo de distraerme con algo del mundo, aunque sea lícito y bueno. El Señor me ha dado un deseo avasallante de pensar en Él.
Sufro mucho por el mundo. Veo a la gente prisionera de sus sugestiones, de sus quehaceres, de sus gustos y deseos y de sus imaginaciones. De la esclavitud del mundo me ha liberado la gracia de Cristo, pues

donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad (2 Cor 3, 17)

Cuanto más terrenal, más esclavo de mi propia voluntad. Cuanto más celestial, más libre con la voluntad de Cristo.
Realmente este deseo de ser libre a imagen del Hombre celestial (1 Cor 15, 47) que es Cristo, no procede de mí. Ni aunque pudiera elegirlo procedería de mí.

Comprendo que las buenas obras que hago, es el Señor Quien me las dá hacer. Y que las obras malas que hago es mi propia voluntad su agente y su motor. De forma que lo malo de mi vida es absolutamente mío y lo bueno de mi existencia absolutamente del Señor.


Conforme a la enseñanza de su Palabra:

"Dios es Quien obra en vosotros el querer y el obrar" (Fil 2, 12-13)

Tengo una confianza plena, una completa seguridad en que Cristo quiere santificarme y lo hará si yo le dejo hacerlo y no le pongo las trabas de mi propia voluntad, inclinada radicalmente al pecado.
Conforme a lo que está en la Escritura:

4 Es Cristo el que nos da esta seguridad delante de Dios, 5 no porque podamos atribuirnos algo que venga de nosotros mismos, ya que toda nuestra capacidad viene de Dios.

Señor, no me abandones en mi iniquidad, antes bien complácete en mí por tu misericordia y hazme un hombre nuevo.


LAUS DEO VIRGINIQUE MATRI

jueves, 23 de junio de 2011

De cómo nuestra conversión es don de la Gracia

El Evangelio de Juan, 6, dice algo sorprendente:

"44 Nadie puede venir a Mí, si no lo atrae el Padre que me envió"

¿Cómo es, entonces, que seguimos creyendo muchos católicos que somos nosotros, por propia iniciativa, con nuestras solas fuerzas, los que vamos al Padre y nos convertimos? Para muchos, que desconocen la doctrina de la gracia, convertirse es cuestión de decidirlo, de tener una feliz idea, de autoconvencerse, de alcanzar una opinión favorable o positiva, y ya está. Pero no, convertirse no es, en sí, cuestión de autoconvencimiento,

sino de obediencia y ductilidad a la Gracia, que envía a través del Espíritu nuestro Padre que está en los cielos, por los méritos de Cristo.

Convertirse es confiar en Dios, antes que convencerse uno mismo.
Conozco quien se ha convertido sin terminar de comprender. ¡Para comprender y autoconvencerse hay que creer primero!
Hay, pues, que confiar en Aquel que nos llama a creer su Palabra, aunque no la entendamos mucho o poco o regular. Porque mira: Dios te ama, ve que estás perdido, que andas dando tumbos, en un mundo de errores y pecados y tropiezos, y que te crees encima muy feliz.

Y he aquí que empieza a llamarte, y a llamarte una y otra vez, a hablarte al oído, a través, tal vez, de una Misa a la que fuiste por casualidad, de un amigo que te cuenta la palabra de Dios, de un hecho providencial que te hace escuchar su Voz, y le respondes sí, hágase en mí, aunque no entiendas nada y no sepas sino que quieres creer porque Dios te está atrayendo hacia Sí constantemente, y te hace ver el vacío de tu vida y la fragilidad de todas tus aspiraciones.

Te das cuenta de que tú, por tí mismo, no puedes sanarte ni curar tus heridas interiores, y que estás enfermo y no puedes tú mismo alcanzarte la medicina, que es Cristo. Necesitas la Gracia.

Que el Padre te llame, como no deja de llamarte.

¿Por qué? Porque nadie puede ir al Señor si antes el Padre no lo lleva a Él.

Lo dice el propio Jesús:

44 Nadie puede venir a Mí, si no lo atrae el Padre que me envió

Don de Dios, pues, es que alcemos verdad y justicia. No es don del discurso persuasivo que oímos, sino del poder de Dios, que obra por Su Palabra.

Así lo dice el Magisterio de la Iglesia:

"Don divino es el que pensemos rectamente y que contengamos nuestros pies de la falsedad y la injusticia; porque cuantas veces bien obramos, Dios, para que obremos, obra en nosotros y con nosotros»" (Denz 379)

Sigamos con el Magisterio. Fijaos qué palabras más claras:

"392 Dz 195 Can. 22. «De lo que es propio de los hombres. Nadie tiene de suyo, sino mentira y pecado. Y si alguno tiene alguna verdad y justicia, viene de aquella fuente de que debemos estar sedientos en este desierto, a fin de que, rociados, como si dijéramos, por algunas gotas de ella, no desfallezcamos en el camino» "

Si alguien se convierte, y pasa a tener verdad donde antes tenía error, no lo tiene "de suyo", ni por él mismo. Ni porque sea muy inteligente, ni por que haya reflexionado mucho, ni porque sea convencido por elocuentes discursos.

¿De dónde procede eso que tiene, una vez convertido? De la divina Fuente de Gracias que es Cristo. Porque propio no tenemos "sino mentira y pecado". ¿Por qué? Porque todo bien viene de Dios. Cuando hacemos lo bueno, hacemos lo que Dios quiere. Si nos convertimos, es porque Dios nos atrae y aceptamos libremente, obedecemos, hacemos Su voluntad, no la nuestra.

Y la hacemos voluntariamente, con la gracia de obediencia que Él mismo nos envía para habilitar nuestra libertad.

Fíjate en esto: con gracias de obediencia nos da el Señor la verdadera libertad. Cuanto más le obedecemos, más libres somos.
Nuestra voluntad no se activa en libertad de elección de verdad y justicia si el Padre, primero, no la activa y mueve y mantiene abierta y en marcha.

Así lo explica el Magisterio de la Iglesia.

"393 Dz 196 Can. 23. «De la voluntad de Dios y del hombre. Los hombres hacen su voluntad y no la de Dios, cuando hacen lo que a Dios desagrada; mas cuando hacen lo que quieren para servir a la divina voluntad, aun cuando voluntariamente hagan lo que hacen, la voluntad, sin embargo, es de Aquel por quien se prepara y se manda lo que quieren»

Porque el Señor nos otorga que le amemos le amamos, porque recibimos su don, que es nuestro amor a Él, y no le negamos. Y ese amor no procede de nuestra voluntad natural, sino que es don de Dios inmerecido y gratuito.

"395 Dz 198 Can 25. «Del amor con que amamos a Dios. Amar a Dios es en absoluto un don de Dios. El mismo, que, sin ser amado, ama, nos otorgó que le amásemos." Podrá objetarme alguien que qué pasa con nuestro libre albedrío. Y yo contesto: el pecado original no lo destruyó totalmente, pero lo dejó enfermo y maltrecho, de forma que necesita absolutamente de la Gracia.396 Dz 199

Y así, conforme a las sentencias de las Santas Escrituras arriba escritas o las definiciones de los antiguos Padres, debemos por bondad de Dios predicar y creer que por el pecado del primer hombre, de tal manera quedó inclinado y debilitado el libre albedrío que, en adelante, nadie puede amar a Dios, como se debe, o creer en Dios u obrar por Dios lo que es bueno, sino aquel a quien previniere la gracia de la divina misericordia

En resumen, Dios comienza nuestra conversión, la continúa y la termina con el don de la perseverancia final. ¿Cuál es, entonces, nuestra parte?
Nuestra parte es la santa, feliz y luminosa obediencia a la Palabra de Dios, por la que confiamos en Él.

Por la obediencia a la Gracia de Cristo, que nos envía el Padre, creemos en Cristo. Por la obediencia a la Gracia queda reparado el libre albedrío. Por la obediencia somos poderosamente libres, verdaderamente libres

Es de justicia decir que el acto supremo de la libertad es la obediencia al Padre, a imagen de Cristo El Padre, para convertirnos, cuenta con nosotros, y para contar con nosotros habilita sobrenaturalmente por la Gracia nuestro libre albedrío, de manera que nos hace capaces de elegirle libremente y aceptar sus gracias de conversión, con las que nos atrae.

"383 Dz 186 Can. 13. De la reparación del libre albedrío. El albedrío de la voluntad, debilitado en el primer hombre, no puede repararse sino por la gracia del bautismo; lo perdido no puede ser devuelto, sino por el que pudo darlo. De ahí que la verdad misma diga: Sí el Hijo os liberare, entonces seréis verdaderamente libres

Por tanto, la conversión es un acto libre que podemos realizar por Gracia, y que mueve nuestra voluntad de forma que aceptamos la Palabra de Dios dicha por Jesús, con la que

Él nos atrae con el Espíritu.
Podemos decir que nuestra conversión libre a Cristo es, verdaderamente, un don de Dios.


Laus Deo

miércoles, 1 de junio de 2011

De la necesidad de combatir el pecado, y no sólo sus consecuencias

Miramos a nuestro alrededor y vemos las consecuencias del pecado: hambre, pobreza, maltrato, marginaciones, abandonos, atentados contra la vida, contra la familia, corrupciones e infidelidades... Cáritas, Manos Unidas y tantos otros movimientos y asociaciones intentan paliar las consecuencias de esta quiebra moral. Y su labor es encomiable y necesaria.

Pero existe otra tarea aún más necesaria que las acciones sociales de la Iglesia. Esa tarea es la predicación de la Verdad, el Apostolado de la verdad y de la Gracia que nos trajo Cristo (1 Juan 17) para rehabilitar nuestra amistad con Dios. Este apostolado es la necesidad más urgente. Siempre lo ha entendido así la Iglesia.
¿Por qué?

Sublata causa, tollitur effectus. Porque quitada la causa, desaparece el efecto.


Siendo la causa de tantos males que afligen a la sociedad de hoy la ausencia de Gracia y de verdad, es decir, la enemistad del hombre con Dios y su permanencia en las tinieblas del error, la tarea más urgente es predicar la Gracia que rechaza el pecado y la verdad que explica qué es el pecado y convence acerca del bien y del mal.

La acción de la Iglesia no puede limitarse a paliar benéficamente las consecuencias del pecado mediante la obra social y humanitaria. Que es necesaria, pero incompleta. La misión de la iglesia es combatir la raíz del problema, que es el pecado. Quitada la causa del mal, desaparecen sus consecuencias. Por eso el apostolado es tanto más necesario cuanto más graves son los efectos humanos del pecado.

La Escritura nos explica esto haciéndonos comprender que es nuestra enemistad con Dios, la causa del pecado tanto externo (malas obras) como interno (malos pensamientos) la raíz de los males. Así nos lo dice el Apóstol:
21 Antes, a causa de sus pensamientos y sus malas obras, ustedes eran extraños y enemigos de Dios. (Colosenses 1)
Por lo que inferimos que para eliminar los pensamientos malos y las acciones malas que causan tantas situaciones de maldad y de injusticia en nuestra realidad, hemos, en primer lugar, de recuperar la amistad con Dios, actuar como hijos suyos y no como extraños. Así lo explica el beato Juan Pablo II, en la audiencia de 7 de septiembre de 2005:
Por eso, debemos modelar continuamente nuestro ser y nuestra vida según la imagen del Hijo de Dios (cf. 2Co 3,18), pues Dios "nos ha sacado del dominio de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido" (Col 1,13). Este es el primer imperativo de nuestro himno: modelar nuestra vida según la imagen del Hijo de Dios, entrando en sus sentimientos y en su voluntad, en su pensamiento.
Vemos claro que, sin la Gracia ni la Verdad, no podemos reconciliarnos con Dios para poner fin a nuestros pecados interiores y exteriores, Con la Gracia que fluye de los sacramentos, de la oración, de la vida en Cristo, modelamos nuestra vida interior y exterior a imagen del Hijo de Dios: sobrenaturalizamos nuestros sentimientos, nuestro pensamientos, nuestra potencia de acción.

Es más, hemos de darnos cuenta de que modelar nuestra vida a imagen del Hombre Celestial, que es Cristo Jesús (1 Cor 15, 47) es no sólo eliminar de nuestra vida los pecados interiores y exteriores graves que causan las injusticias, sino cumplir con el fin mismo para el que hemos sido creados.

Fijaos lo que se dice aquí. Que Dios mismo nos creó para modelarnos a imagen de su Hijo y darle gloria, como su Hijo se la daba. Así nos lo enseña el Compendio del Catecismo
¿Para qué fin ha creado Dios al hombre? (CEC 358-359) Dios ha creado todo para el hombre, pero el hombre ha sido creado para conocer, servir y amar a Dios, para ofrecer en este mundo toda la Creación a Dios en acción de gracias, y para ser elevado a la vida con Dios en el cielo. Solamente en el misterio del Verbo encarnado encuentra verdadera luz el misterio del hombre, predestinado a reproducir la imagen del Hijo de Dios hecho hombre, que es la perfecta «imagen de Dios invisible» (Col 1,15)
Por consiguiente, si el ser humano tiene un sentido, un fin, y no lo sigue ni lo persigue interior y exteriormente, suceden todo tipo de calamidades y se producen toda serie de males. La única forma de evitar eso es dar a conocer al ser humano cuál es su fin, para qué ha nacido, para que vive.

De aquí procede la urgente necesidad de la evangelización. Porque si el hombre se convierte en imagen del Hijo de Dios, queda eliminada la causa de los males, que es ser imagen del demonio, como el hombre carnal lo es; estar enemistado con Dios y vivir de forma mala, esto es, "antidivina", mundana, pecaminosa, de forma contraria a aquella para la cual fue creado en justicia y santidad quebradas por el pecado.

Es por esto, no lo dudéis, que aunque Cáritas y Manos Unidas y todas las asociaciones y movimientos de ayuda material y social al prójimo que sufre son muy buenos, necesarios e importantes, más importantísimo aún es evangelizar,

porque hacer que el ser humano se convierta es hacer que se abra a la acción de la Gracia en él, es decir, a dejar que la vida del Hijo le transforme en imagen Suya, en ciudadano de la Patria celeste, libre del mundo, del demonio y de la carne que imperan en la ciudad terrena y sus estructuras de pecado, y que aborrece el pecado porque es amigo íntimo de Dios.

La Escritura nos enseña, por todo lo dicho, dónde hemos de poner toda nuestra esperanza a la hora de luchar contra las consecuencias del pecado. Poned toda vuestra esperanza en la Gracia de la Revelación de Jesucristo (1 Pedro 1, 13)Es decir, en la Vida Nueva y en la Verdad que Él nos trajo (Juan 1, 17) De forma que la Gracia elimine el deseo de pecar, y eliminado el pecado desaparezcan sus efectos.

Pues quitada la causa, su consecuencia desaparece. Hambre, maltrato, pobreza, adulterios e infidelidades y corrupciones y abortos y todos los males que nos rodean son consecuencia del pecado, que es enemistad con Dios. Si el hombre se hace amigo de Dios por la Gracia y la verdad de Cristo, cesan los efectos del pecado, cesan todos los males descritos. De aquí que evangelizar es la primera y más importante de forma de combatir contra las injusticias que nos afligen.

Así lleva tiempo enseñándolo el Magisterio de la Iglesia, que nos advierte de la verdadera causa de los males de este siglo, que no es sino el rechazo de Dios.
Quién ignora, efectivamente, que la sociedad actual, más que en épocas anteriores, esta afligida por un intimo y gravísimo mal que, agravándose por días, la devora hasta la raíz y la lleva a la muerte? Comprendéis, Venerables Hermanos, cual es el mal; la defección y la separación de Dios: nada mas unido a la muerte que esto (San Pío X, e supremi apostolatus)
Adelante, hermanos, ¡no tenemos tiempo que perder en el anuncio de Cristo! Combatamos la causa de todos los males, que es el pecado, por el que el ser humano se enemista con Dios y se hace amigo del malvado.


LAUS DEO VIRGINIQUE MATRI