sábado, 19 de noviembre de 2011

De palabras y metapalabras siempre fieles al poder de Dios

En ese maravilloso documento docente de Pablo VI que es la encíclica Mysterium fidei se nos enseña con incisivas palabras cómo ha de ser nuestra forma de hablar de Cristo y su doctrina. De cómo ha de ser nuestro apostolado.

Recordemos sus palabras:

"la norma de hablar que la Iglesia, con un prolongado trabajo de siglos, no sin ayuda del Espíritu Santo, ha establecido, confirmándola con la autoridad de los Concilios, norma que con frecuencia se ha convertido en contraseña y bandera de la fe ortodoxa, debe ser religiosamente observada, y nadie, a su propio arbitrio o so pretexto de nueva ciencia, presuma cambiarla"

Nos enseña en definitiva que nosotros, los bautizados, debemos hacer nuestro apostolado como lo hace la Iglesia de ayer, la Iglesia de hoy, la Iglesia de mañana y la de siempre.

Recuerdo esto con ocasión de un reciente debate que he mantenido con un amigo catequista que me aseguraba que el lenguaje de hablar de la fe a la gente de hoy en día debe cambiar sustancialmente

Pero, le objetaba yo, ¿algo puede en la Iglesia cambiar sustancialente sin desvirtuarse"? Evidentemente NO.

Es un problema de fondo. Pablo VI lo formulaba así, a modo de cuestionamiento de inculturación, en Eclesiam suam:33.
¿Hasta qué punto debe la Iglesia acomodarse a las circunstancias históricas y locales en que desarrolla su misión? ¿Cómo debe precaverse del peligro de un relativismo que llegue a afectar su fidelidad dogmática y moral? Pero ¿cómo hacerse al mismo tiempo capaz de acercarse a todos para salvarlos a todos,según el ejemplo del Apóstol: Me hago todo para todos, a fin de salvar a todos?".
La Iglesia no puede alterar nada de sí misma de manera sustancial. Es imposible en la palabra de la Iglesia, que es la Palabra de Cristo, un cambio radical.

En las iglesias locales, o en las órdenes o grupos donde esto suceda, la situación no podrá ser mantenida por mucho tiempo, porque el Espíritu de verdad crea una tensión existencial de tal calibre, que esas iglesias locales o grupos o movimientos se ven en la disyuntiva de ELEGIR entre la verdad apostólica o la apostasía y la infidelidad.

La determinación de Pablo VI a la hora de afirmar la imposibilidad de cambio en la Palabra de la Iglesia, resultó sin duda heroica habida cuenta del tiempo que le tocó vivir y de las tribulaciones por las que la iglesia pasó en aquellos tiempos de disidencia y secularización masiva, y de, he de decirlo, apostasías e infidelidades sin cuento.

Vale la pena citar otro pasaje de Mysterium fidei:

"«Porque esas fórmulas, como las demás usadas por la Iglesia para proponer los dogmas de la fe, expresan conceptos no ligados a una determinada forma de cultura ni a una determinada fase de progreso científico, ni a una u otra escuela teológica, sino que manifiestan lo que la mente humana percibe de la realidad en la universal y necesaria experiencia, y lo expresa con adecuadas y determinadas palabras tomadas del lenguaje popular o del lenguaje culto. Por eso resultan acomodadas a todos los hombres de todo tiempo y lugar»

Es decir, la forma de hablar bíblico-tradicional de la Iglesia no es ni antigua ni nueva, es atemporal, porque alcanza la esencia misma del intelecto humano y sintoniza con la forma de razonar esencial del ser humano de todo tiempo:"resultan acomodadas a todos los hombres de todo tiempo y lugar".

Sin embargo, se me objetará, nuestro Papa Benedicto XVI está hablando mucho de ajustar nuestro lenguaje a las necesidades de la mentalidad contemporánea para que la gente de hoy conecte con el Evangelio
Y yo respondo:
Es obvio, la Iglesia siempre lo ha hecho así. Es la inculturación. Pero la inculturación no supone una alteración del lenguaje bíblico-tradicional, sino una explicación PARTICULARIZADA del mismo, incluyendo en esa explicación la educación del oyente y el cambio de mentalidad, una metanoia, es decir, una conversión por el poder de Dios.

Lo que llamamos en filosofía un METALENGUAJE.

La inculturación del lenguaje de la fe, pues, no es sino un trabajo de metalenguaje educativo, que pretende facilitar el acceso al lenguaje superior y atemporal de la fe.

El metalenguaje no es sino un conjunto de palabras por las que hacemos comprensivo otro lenguaje de índole superior. En este sentido hemos de entender la inculturación, tal y como nos lo dice Juan Pablo II en Novo millenio ineunte, 40:
El cristianismo del tercer milenio debe responder cada vez mejor a esta exigencia de inculturación. Permaneciendo plenamente uno mismo, en total fidelidad al anuncio evangélico y a la tradición eclesial, llevará consigo también el rostro de tantas culturas y de tantos pueblos en que ha sido acogido y arraigado
Lo que Benedicto XVI quiere, en sintonía con Juan Pablo II y Pablo VI, entre los que hay una perfecta continuidad, no es que cambiemos el lenguaje bíblico tradicional por otro ajustado a la mentalidad contemporánea. No.

Lo que nos dice es que debemos hablar del lenguaje de la fe de forma que este lenguaje pueda ser íntegramente comprendido. Es algo parecido a lo que hacemos cuando estudiamos un idioma nuevo. Hemos de aprender los nuevos vocablos y su significado en nuestra lengua. Y a ello hemos de añadir el poder de Dios, actuante por la fuerza sacramental de la Iglesia.
Hablar del lenguaje de la Iglesia. Hablar de las palabras que muestran y dicen la Palabra. Explicar los signos, las parábolas, las grandes imágenes de la pedagogía de la Palabra divina. Explica el lenguaje de la fe para que éste pueda ser comprendido y pueda actuar en la persona con todo el poder del Logos viviente.

Pero no cambiar el lenguaje mismo. Podemos cambiar las metapalabras con que explicamos las palabras con que anunciamos la Palabra.

En esto no hay tradicionalismo ni conservadurismo. ¿Acaso es tradicionalista o conservadurista Pablo VI? Nada de eso.

Aquí lo que está en juego es la FIDELIDAD.

Pablo VI de nuevo nos lo enseña. Nuestras palabras han de ser fieles a la Palabra de Cristo.

Como dice en Eclesiam suam, 6, en cada acto de apostolado hemos de realizar un:


Hemos de estar vigilantes, de forma que nuestras palabras reflejen sin merma la Palabra de Cristo enseñada por la Iglesia, y extraída de la Escritura y la Tradición. Podemos, sin embargo, lícitamente, EXPLICAR con nuevas palabras (metapalabras) las palabras de la fe de forma que nuestro oyente lo entienda según su estado actual y su cultura. Nada de nuevo hay en ello.

Como dice Pablo VI en otro pasaje de Eclesiam sua:
El arte del apostolado es arriesgado. La solicitud por acercarse a los hermanos no debe traducirse en una atenuación o en una disminución de la verdad. nuestro diálogo no puede ser una debilidad frente al deber con nuestra fe. El apostolado no puede transigir con una especie de compromiso ambiguo respecto a los principios de pensamiento y de acción que han de señalar nuestra cristiana profesión. El irenismo y el sincretismo son en el fondo formas de escepticismo respecto a la fuerza y al contenido de la palabra de Dios que queremos predicar. Sólo el que es totalmente fiel a la doctrina de Cristo puede ser eficazmente apóstol. Y sólo el que vive con plenitud la vocación cristiana puede estar inmunizado contra el contagio de los errores con los que se pone en contacto.
Porque la fidelidad a la Palabra explícita de Dios por la Iglesia está íntimamente relacionada con la fidelidad a la Gracia divina.

A explicar esto dedicaremos la PRÓXIMA ENTRADA.

Laus deo Virginique Matri.

1 comentario:

  1. Lo que este post pretende subrayar, por tanto, es la diferencia que existe entre:

    -el lenguaje de la fe,
    que no podemos alterar ni cambiar sino respetar fielmente

    y

    -el lenguaje de la explicación del lenguaje de la fe (metalenguaje)

    que sí es lícito de cambio y adaptación a culturas y mentalidades siempre que sea fiel al sentido íntegro del lenguaje de la fe.

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