viernes, 16 de julio de 2010

Un tesoro escondido

Esta es la historia de una carta. Una historia que sucedió en Navidad. Yo vivía inmerso en la fiebre consumista de esos días, sufriendo una rutinaria depresión que sentía como normal en mi vida. Tenía veintipocos años, y había sufrido tanto en mi infancia que la Navidad se me aparecía como un insulto. Este era el razonamiento: Celebrar la Navidad es propio de gente que no ha sufrido.

Aún no conocía a mi esposa. De hecho, no conocía apenas a nadie. Con este ánimo se me ocurrió irme unos días fuera de la ciudad, a un pueblo de la sierra, solo, para olvidarme de todo y dedicarme a leer. Así, llené mi maletín de piel marrón con libros de poesía y de filosofía, hice la maleta, y me marché de allí.

Me alojé en una modesta pensión en la que apenas paraba, dedicado como estaba a leer y releer poesía por los miradores de aquel camino de enebros y plátanos centenarios, en la placidez de piedra de aquellas plazas vetustas de pueblo. Me impresionaba la belleza arquitectónica de sus callejuelas, por las que parecía no pasar el tiempo técnico de hoy, y el ambiente navideño arcaico y provinciano que reinaba en aquel lugar. Parecía que la sociedad consumista y las navidades de papá Noel no hubieran llegado todavía a aquel pequeño municipio azul.

También me sorprendió la delicadeza y ternura del rostro de la muchacha que limpiaba las habitaciones de la pensión, con la que me crucé por el pasillo un par de veces. Debía tener unos dieciséis años. Llevaba los útiles de limpieza con la cabeza baja y su cuerpo esbelto y erguido, apenas oprimido aún por aquella vida de esfuerzo y monotonía.

Una noche me encontraba bastante triste, no sólo por algunos problemas concretos y oscuros que me hacían sufrir, sino por una insatisfacción personal profunda acerca de mi propia existencia. Entonces, escribí un pequeño poema que reflejaba ese estado de ánimo y me dormí. A la mañana siguiente, muy temprano, me levanté y fui a pasear por el pueblo. Era mi último día allí.
Recorrí las calles húmedas de rocío. Estuve recordando y recordando escenas dolorosas de mi vida, que no podía apartar de la mente. Me asomé a una balaustrada que, en la plaza del ayuntamiento, daba a un precipicio de magnolios en flor y cedros gigantescos.

No pude evitar que saltaran lágrimas a mis ojos. En algún momento, una golondrina voló cerca de mí y se detuvo ante mis ojos, a un palmo... parecía que volaba junto a mi corazón, para comunicarme algún mensaje del Cielo.

Volví mis pasos hacia la pensión. Eran las cuatro de la tarde, y llevaba todo el día fuera, ni siquiera había comido. Cuántas cosas habían pesado sobre mí... En la habitación guardé los papeles y libros, ropa y demás. Cerré la maleta, pagué la habitación y me dispuse a salir hacia la estación de autobuses.

Mientras esperaba el autobús abrí el bolsillo lateral de la maleta, tomé un libro de poemas de Hölderlin, y leí:

Donde hay peligro
crece lo que nos salva
.

Subí al autobús y emprendí la marcha hacia la ciudad. Oscureció muy pronto. Las colinas cobrizas de la sierra, salpicadas de olivos, me parecían vestidas por medias de luto, medias sobrias y austeras que cubrían piernas de arena de oro puro y tierras lunares de cultivo; cuadro dorado y de plata, en un marco de madera de siglos de arado, sudor viril, mujeres que sufren y saben trabajar la hoz.

De pronto, una golondrina cruzó frente a mí por la ventanilla del autobús; parecía casi detener su vuelo, durante el movimiento, para acompañarme en el viaje.

Entonces sentí un impulso de abrir el bolsillo lateral derecho de la maleta... introduje la mano... buscando tal vez un libro... y encontré...un sobre.
¡Un sobre desconocido!

Qué extraño, quién lo habría escondido allí. Alguien había estado registrando mis cosas, se había atrevido a abrir la maleta... abrí el sobre.

Era una carta escrita a máquina, con muchas faltas de ortografía, pero mensaje muy claro. La leí:

He estado leyendo tus poemas. Son tristes, pero nobles. Te he estado observando, y veo en ti un alma sufriente que busca, sin saberlo, algo que ya ha encontrado; la vida es hermosa, pero te empeñas en permanecer en tus mismos errores de siempre, y eres esclavo de tu dolor. Debes alzar el vuelo como una golondrina, sin que te perturbe nada. ¿Cómo? Es Navidad. Olvídate de las tiendas, de las gentes que compran y compran, del consumismo, de la vulgaridad de la televisión y de tantas cosas...encuéntrale a Él, el verdadero Tesoro, EL Niño Dios. Viaja con tu espíritu a Belén, acompaña a los pastores y a los Magos y a los ángeles a visitar al Redentor. Este es el regalo de Navidad que te ofrece alguien que te ha estado observando sin que tú lo supieras. Busca el tesoro, y verás todo de una manera nueva.

Era increíble. ¿Quién era aquella misteriosa enviada del cielo que había introducido aquella carta en mi maleta? De repente, la imagen de la muchacha de la limpieza vino a mi mente. Y comprendí. Aquellas veces que me crucé con ella por el pasillo, que la miré sin mirarla; algo especial había en su semblante, algo especial emanaba de ella... de ella emanaba Jesús.

Y me di cuenta de todo: del cariño gratuito con que limpiaba mi cuarto, del cuidado con que arreglaba y ordenaba los papeles de mi mesa, cómo me doblaba la ropa, sin tener por qué... del amor que ponía en su trabajo... sin obligación alguna de hacerlo.... por mí.

Me sentí culpable por tanta amargura monótona y vetusta como la plaza de la fuente de aquel pueblo. Aquella muchacha tan joven y trabajando tanto, tal vez, seguro había sufrido más, mucho más que yo. Era obvio, por sus incorrecciones ortográficas, que no tenía estudios; causaba indignación los malos modos que el dueño de la pensión gastaba con ella... y el poco respeto que le guardaban los clientes de la hospedería:

—Niña—le gritaban—tráeme el whisky.
—Niña, caliéntame el plato, que está frío.
—Niña, a ver si arreglas más rápido mi cuarto, que tengo cosas que hacer...

Y esta niña delicada y doliente me había aconsejado a mí, me había indicado el camino que debía seguir para salir del pozo en que me encontraba, como ese agua que el poeta decía que nunca, nunca desemboca.

Cuando llegué a la ciudad fui a la primera iglesia que encontré y me arrodillé frente al Señor. Bajo el altar, una imagen grande del Niño me miraba con ojos de indecible bondad, de entrañable amor. Era el tesoro escondido, el tesoro cierto y oculto que encontré en el campo, que encontré en un sobre.

Intenté rezar un Padrenuestro, pero no me acordaba. Desde que hice la primera comunión no había pisado una iglesia. Miré a los ojos de María, y me entraron ganas de llorar, pues me pareció ver en ella el rostro de la muchachita de la limpieza de aquella pequeña y perdida pensión, en un pequeño y olvidado pueblo de la sierra.

Y recé, con toda mi alma, mientras daba gracias al Dios de Belén...Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo...

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