martes, 15 de junio de 2010

Sobre un albaricoque en flor


Era un huerto vetusto, pequeño y recoleto, a espaldas del viejo edificio principal, en aquel pueblo olvidado de pequeñas casas levantadas entre pastizales dormidos y aguas de manantial, junto a un camino de piedras bien pulidas por el paso de los años.
Un magnolio y un manzano que siempre estaban en flor, una parra para darme sombra, y un pequeño y tierno albaricoque rebosante de frutos, ilustraban mi huertecillo de alquiler. A la derecha del manzano había una fuentecilla de piedra vieja y musgosa, de la que manaba un humilde surtidor de agua.
Por las tardes, a eso de la hora de la merienda, una niña siempre se acercaba a la puerta del huerto. Yo solía estar sentado allí leyendo o escribiendo, o tomando un café. Ella se me arrimaba y me decía:
—¿Puedo beber de la fuente, profe?
Y yo le decía que sí con la mirada y mi alumna bebía varias veces, se enjugaba, se humedecía el flequillo y las coletas rubias y me sonreía.
Luego me enseñaba su muñeco de peluche.
—Mira, profe, se llama Piqui.
—Encantado, Piqui—decía yo al muñeco, y le ofrecía mi mano.
A Lucía, que así se llamaba la niña, le hacía mucha gracia aquello de estrechar yo la mano de su muñeco, y se reía como la fuente de la que acababa de beber.
El agua le resbalaba en pequeños surquitos por sus churretes. Diríase que eran grandes lagrimones de no ser por la amplia sonrisa que lucía, como su nombre, de forma permanente en su semblante.
—A Piqui no le gustan los perros, le asustan—Me decía siempre, invariablemente, después del ritual del estrechamiento de las manos
—Pero mira, sabes, profe, que en el huerto de aquí al lado hay un perro mendigo que va por ahí arrimándose a todo el que lleva algo comestible en la mano; no tiene dueño, y lo podrías adoptar, porque vive solito y a mi muñeco no le asusta, son amigos.

Y entonces, una tarde más, me soltaba la misma retahíla. Que si era un perro muy bueno, que era labrador, que no mordía, que a Piqui no le asustaba... Su padre, que vivía dos casas más abajo, hacia la iglesia del pueblo, se acercaba entonces y desde el umbral de aquel mediojardín la llamaba y me decía con potente vozarrón:
—No le haga usted caso, don David! ¡Que niña más jartible, siempre con la historia del perro.! Y la llamaba:
—¡¡Lucía, vamos!!

Una calurosa tarde de mayo me decidí a acercarme al huerto abandonado de al lado a hacer una visita a mi vecino el perro mendigo. Lo encontré tumbado a la sombra de una higuera. Era un gran labrador de largo pelo canela, cabeza noble, cola de basto pincel, lomo blanco y ancas rendidas por el peso de la intemperie en la sierra.

Lo estuve acariciando un rato, y observé una gran herida entre los costillares. Le llevé agua y algo de comida, y me dispuse a alejarme del huerto. Pero el perro me seguía, se dejaba querer, y caminó detrás mía hasta que me senté en mi banco de hierro, junto a la fuente. Para que no creyera que iba a quedarse conmigo, hice ademán como de irle a pegar, pero cuanto más lo fingía, más se me arrimaba el perro, como leyéndome el pensamiento y conociendo que yo no iba a causarle daño, sino a adoptarle.

Y así fue.

—Don David, no sabe usted la que le ha caído con ese perro, que nada más que hace comer y dormir, y no sabe ir de caza, ni cobrar las perdices, ni hallar la liebre ni nada. Ese perro no vale para nada.
Y yo pensaba: pero es el único perro que no asusta a Piqui, el muñeco de peluche—y me sonreía pensando en la niña de las coletas y su muñeco.

Los meses pasaban. Transcurrió el tiempo, el esfuerzo, los buenos y malos momentos… fui cogiéndole cariño al pueblo, como a mi huerto, a Lucía, con sus churretes, y al perro que no servía para nada.
En junio, el último mes del curso, solía irme a pasear por los montes del pueblo con don Julián, el sacerdote del pueblo, y don Pedro, el director del colegio. El perro mendigo venía con nosotros. Se cansaba pronto del paseo, resistiéndose, con las patas blancas, como nieve caída, pegadas al camino, y no quería continuar más allá del trecho fácil del huerto a la salida del pueblo, negándose a pasar por los senderos en exceso pedregosos, o por un desfiladero elevado que había en el paso entre dos cerros de ese puerto que llamaban el Paso del Barco, porque uno de sus picos tenía forma de proa de navío y apuntaba al horizonte, donde el sol se ponía sobre las casas y sus huertos.
Un día se puso a husmear algo tras un matojo de palmito. Y apareció de pronto con una enorme perdiz en la boca. Lo vieron algunos cazadores que pasaban cerca, y pensaron que el perro que no servía para nada había cobrado una pieza, y sin saber que había sido por casualidad, (porque ese palmito y esa perdiz estaban justo en el punto en que el perro iba a poner la pata), muy sorprendidos exclamaron:
—¡Anda, si va a resultar que ese perro vale para algo! A lo mejor vale para la caza, y no lo sabemos.
Y el padre de Lucía, que iba con ellos, decidió adoptarlo cuando yo me fuera. Ellos lo cuidarían por mí.
Días antes de irme, por la tarde, a la hora de la merienda, Lucía vino a despedirse de su profesor, acompañada de su padre y del perro que ya servía para algo, aunque por casualidad. Me extrañó no ver con ella al eterno Piqui.
Me acompañaron a la parada del autobús, y cuando éste partió, me hicieron señas de adiós con las manos. Lucía cogió la pata del perro que ya no era mendigo, y hacía con ella el gesto de la despedida
Cuando iba a la altura del Puerto de Santa María abrí mi maleta para coger algo, y cuál no sería mi sorpresa al descubrir, como regalo de despedida, a Piqui, el muñeco de peluche, con una nota escrita a lápiz, con la caligrafía de los sueños:

Profe, te regalo mi muñeco de peluche
para que siempre te acuerdes de mí.

Firmado, tu alumna Lucía

Y rumbo a mi casa, donde me esperaba impaciente una nueva vida, me iba acordando con alegría de aquel huertecillo y su fuente, del perro que no servía para nada, y de una alumna que, a la hora de la merienda, se acercaba a comer de los albaricoques de mi jardín.

1 comentario:

  1. Un relato precioso, Alonso, y muy bien escrito. Estos destellos de luz hacen mucho bien.

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