viernes, 23 de diciembre de 2011

En que comienza la primera estampa de Disonancia y Fulgor

I. UNA MIRADA

El padre Gabriel se asomó a aquel horizonte de pastizales de sombra y olivares dormidos desde la roca madre del balcón del Cerro. Y contempló el majestuoso vuelo del águila imperial de Peñalosa. Y el fulgor de aquel azul vibró en su pecho como una melodía de oro líquido.

Las nubes llameaban.

Hacia la cumbre del Arcornocal, cuyo nombre es la Gran Proa, desembocaban los cielos.

Y escuchaba a lo lejos el berrido de los ciervos de cobriza blancura de Peñalosa. El príncipe de los ciervos, pensó, estaría cruzando ahora los pasos musgosos del bosque crepuscular.

Y pensó en el Gran Ciervo de la sierra plateada de su pueblo natal, el nunca cazado, el siempre invicto, aquel que según la leyenda se dejó un día cazar y abatir para salvar a un hombre.

Habían pasado diez años desde su marcha. Ahora volvía, con cuarenta y cinco, a un pueblo descreído que ya no sabía contemplar su cielo.

Nada más apearse del autobús y poner un pie en la parada de la playa, escuchó estrellarse las olas y recordó la Cruz del mar, en cuya capilla gustaba postrarse cuando seminarista, durante la bajamar, mientras su padre pescaba.

Desde lo alto del Cerro contempló la playa salvaje de Peñalosa cortando en oleaje el atardecer. Su mirada abarcaba la falda del Cerro, que desembocaba en la arena dorada. Y sus ojos traspasaron el telar del tiempo y fueron a recaer sobre dos figuras negras que divisaba a lo lejos, tal vez una madre y su hijo.

Los miró. Ella se acercaba a él, él se acercaba a ella. El niño iba caminando y se medio tropezaba como buscando algo entre la arena y las conchas, y un perrillo le seguía a distancia.

La madre le llamaba. --¡Juan!-- . Y el niño le respondía y volvía con su madre.

El padre Gabriel los contemplaba a media distancia, desde el Brocal de la Sombra, cortando la playa.

Tal vez, pensó, aquel muchacho sería su sobrino, y aquella mujer esbelta y decidida su hermana Sofía. Vivían cerca. Lo confirmó con la mirada. Y comenzó a bajar la falda en flor del cerro hacia la playa, sujetándose en los troncos delgados de los tamarindos y recogiendo, a veces, las florecillas tiernas del jacaranda siempre estrellado.

Y contempló el sendero florecido que dejó trazado para siempre, según se cuenta, la sangre del joven mártir y patrón de Peñalosa, crucificado allí mismo hacía ya, tal vez, doscientos años.

Y el padre Gabriel volvió a escuchar a la madre llamar a su hijo, y cómo éste se abrazaba a un perro labrador y recogía algo dorado de entre una de sus pesadas y blancas patas.

FIN DEL PRIMER CUADRO

2 comentarios:

  1. Buenos días don Alonso.

    ¡¡Feliz y santa Navidad!!
    Un abrazo.

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  2. Muchas gracias querido NIP, feliz y santa Navidad!!

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