domingo, 25 de diciembre de 2011

En que recuerda una Homilía de su Obispo y toma notas de un paisaje hermoso sin querer prenderse de él.

III. DE UNA HOMILIA Y UNAS NOTAS
Por el camino en coche a casa de su hermana iba recordando la primera Homilía del santo obispo de Peñalosa. Se la sabía casi de memoria. Tantas veces la había leído y escuchado, tantas veces la había meditado, recordándola como lo que era, la historia de su llamada al sacerdocio.

Mientras desfilaban por la ventanilla los pétreos paisajes de su pueblo natal, iban reapareciendo en su memoria, de forma más o menos exacta, aquellas profundas palabras de don Tomás.

""Y caminando a lo largo de Galilea vio a Simón y a Andrés, hermano de éste, que estaban echando las redes al mar, pues eran pescadores (Mt 1, 16)

Echaban las redes. No dice la Escritura que hubieran recogido peces. Trabajaban cuando llegó Cristo, que les ve trabajabar. Pero no dice que su trabajo hubiera sido fructuoso.

"Y les dijo Jesús: venid en pos de Mí, y os haré pescadores de hombres (Mt 1, 17). Los apóstoles pasaron así de ser pescadores de peces, a ser pescadores de hombres. Cristo les pescó primero a ellos, que eran peces humanos en el mar de las tinieblas, pero al caer en la red sublime de Cristo, pasan a ser pescadores de hombres, como peces ellos mismos del mar de la Luz, como Cristo mismo, que es el Pez Luminoso, de cuyas entrañas mana toda medicina para toda enfermedad, para todo mal.

"Y al instante, dejando las redes, le siguieron (Mt 1, 18) Los pescadores oyen a Jesús, le ven, y se vuelven peces que Cristo pesca con su red de gracia.

Pero para pescar hombres hay que dejar las redes humanas y lanzar las redes de Cristo. Debemos dejar nuestras redes humanas, que no dejamos de remendar infinitamente, para hacernos con la red indestructible de Cristo."

Aquella homilía de don Tomás, con ecos de San Jerónimo, no dejó nunca de motivarle.

"Hablamos de Cristo. Queremos pescar hombres para Cristo. Pero que Él no nos vea remendando nuestras redes humanas en una barca de madera, sino usando su Red en esta su divina Barca, que es la Iglesia. Así pondremos en Él toda la esperanza de nuestros trabajos y pescaremos, no lo dudéis hermanos, pescará el Gran Pescador por nosotros, instrumentos de su pesca divina. "En el Señor pongo mis esperanzas" (Sal 10, 2)."

Llegaron al último tramo de su viaje, y quiso el Padre Gabriel detenerse unos instantes en el Puerto de la Cruz. Allí, junto a la gran balautrada que da al valle, se levanta una capilla al mártir de Peñalosa. Al fondo, sobre un montículo rocoso triangular, una gran cruz de hierro se levanta sobre el valle, tapizada de flores violetas.

Cerca de aquel puerto de montaña, junto a la Gran Proa, se yergue un grupo de pequeñas casas y huertos junto a un viejo monasterio trapense en ruinas. Allí vivía su hermana, a unos veinte kilómetros de Peñalosa.

Tras unos momentos de oración, el sacerdote hizo un breve apunte con lápices de colores en su Diario, y prosiguieron el viaje. Le gustaba dibujar y anotar en rápidos trazos algunas cosas que veía. Aquella cruz del valle, erguida sobre un peñasco de roca, le parecía impresionante. La dibujó rápidamente y prosiguieron el viaje. Estaban a punto de llegar.

¡Cuántos recuerdos! Era un privilegio hacer nacido en aquel lugar tan hermoso. Pero no quería sentirse atado a la belleza natural de esos paisajes. Nada debía atarle a este mundo, ni siquiera la hermosura de todo lo creado. De todo quería desprenderse, sabiendo, como dice el Príncipe de los Apóstoles en 1 Pe 1, 22, que sólo somos peregrinos y forasteros en este mundo, y que toda la belleza visible no es nada comparado con Cristo y su vida sobrenatural.

La Divina Liturgia de cada día es incomparablemente más hermosa que cualquier paisaje.

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