lunes, 6 de febrero de 2012

Hacia el punto cero

¿Cómo puede estar presente el mal en las formas estéticas, cómo puede actuar en ellas? La dificultad de definir el mal estriba en la dificultad que encuentra nuestro entendimiento para elaborarse una representación formal de la nada, es decir, de la ausencia del Logos.

El rostro del mal es el rostro de la Gran Reducción ontológica, el gran vaciado:

de la nada a la Ausencia, y de la Ausencia al hábito del mal.

Una nada reductiva que, por ser nada, no es objetivamente esencial, pero que actúa en los sujetos vaciándolos; y actúa en forma de muerte, mentira, irrelevancia, intranscendencia, error, fealdad.

Para contemplar y discernir adecuadamente el problema del mal en las formas estéticas es necesario situarnos ante el arte bajo la perspectiva de lo eterno

Santo Tomás, San Agustín y toda la metafísica cristiana nos hablan de la falta de esencia del mal. Sólo el bien tiene esencia o, mejor dicho, solamente lo bueno es. Siendo Dios el Bien, sólo de Dios procede cualquier bien.

Sólo aquello que procede del Bien, que es Dios, tiene esencia.

Dios se presenta a su pueblo de una forma categórica: Yo soy el que Es, Yo soy el Ser, solamente Yo soy. El rostro de Dios es el rostro de la Esencia. A la pregunta fundamental: ¿Quién es la Esencia? Respondemos: Dios, El que es. Jesucristo, el Verbo Encarnado, el rostro de Dios, evoca en nosotros, por el Espíritu, el supremo gesto del Bien, su Forma suprema, la belleza en cuanto forma buena del ser. Lo irrelevante, la fealdad, lo intranscendente, evoca en nosotros, en cambio, por el pecado, el horrendo rostro del mal, es decir, la forma del no ser, del rechazo actual de Dios, el no radical a su Esencia.

El ser humano fue creado a imagen y semejanza de Dios. Perdida la semejanza por el pecado, es recuperada y aumentada por la Gracia de Cristo. El ser humano en gracia tiene capacidad para darse cuenta de lo feo y lo vacío, tanto del mundo creado herido por el pecado, como del mundo de las formas en general. El conocimiento estético es posible y objetivo. Porque el ser humano tiene capacidad para apercibirse de lo afectado por la Gran Reducción tras la Caída.

Desde el principio del tiempo del hombre el mal fue entendido y vivido como privación de bienes. Nuestros primeros padres, por la soberbia, experimentaron las terribles consecuencias del mal, vivido radicalmente como una exclusión de Dios, como expulsión del Bien que estaba en nosotros. Arrojando fuera de sí mismos a Aquel que Es, nuestros padres arrojaron fuera la esencia y se dejaron vaciar por el pecado. Nosotros, con esta naturaleza herida por la nada, nos vaciamos de la esencia divina participada y de nuestra propia identidad creatural cuando pecamos mortalmente y morimos a ella.

El mal es una reducción, una privación, una gran carencia, una nada que existe sin existir. Así, el verdadero rostro del mal se nos aparece desde el principio de nuestra historia con la imagen de una terrible privación, de un vaciado doloroso, de una espantosa reducción progresiva. El rostro del mal es el rostro de un ser humano que dice NO a Aquel que Es, y se queda vacío.

Pero, ¿cómo es el rostro de la nada? Si sólo Dios Es, todo cuanto queda fuera de su acción vivificadora no es. El mal, como rechazo de Dios, es un no querer ser, un carecer determinado de un Bien, que es el que Es.

A mayor mal, mayor reducción.

Por la pendiente del mal, que es el pecado, se desciende hasta el punto cero ontológico: la ausencia radical de bienes, la nada absoluta, la condenación, la irrelevancia metafísica. Caminar en pecado es caminar progresivo hacia el punto cero, un descenso hasta el abismo. Así como el mal no tiene esencia, el pecado nos vacía progresivamente.

El rostro del mal se va formado a medida que el pecado va agrediendo al sujeto del que el Logos se va retirando y va generando en él un vacío progresivo de bienes, una agresión a la naturaleza propia, como dice San Agustín.

El rostro del mal es el rostro de la reducción al punto cero metafísico. La irrelevancia absoluta.

La acción del mal en las formas estéticas consiste en diseñar en ellas el rostro de esa reducción de esencia creatural y pseudocrear una falsa belleza. Por algo dice San Jerónimo que el espíritu del mal es el mono imitador de Dios.

Pero no nos engañemos. Si el rostro del mal nos mira desde el mundo es porque en verdad nos mira desde el fondo de nuestra pseudolibertad. El mal toma existencia en nosotros por la acción del pecado. El mal no existe por sí mismo, pues no tiene esencia.

Pero no es menos cierto que podemos cegarlo y anularlo en nosotros:

Cristo, por la Cruz, nos da los medios necesarios para cerrar los ojos del mal que nosotros mismos hemos creado.

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