sábado, 24 de diciembre de 2011

En que se cuentan recuerdos del Padre Gabriel y cómo se reencuentra con su hermana y su sobrino

II. UN CAMINO
Diez años hacía que el Padre Gabriel no contemplaba aquel camino hacia el mar de Peñalosa, desde la ermita del santo. Allí, en aquella orilla, Cristo le llamó al santo holocausto y él no dudó en seguir aquel excelso Plan de Dios.

Mientras se acercaba a su hermana y su sobrino, que le hacían señas desde abajo, dejó la maleta en el brocal y atajó por un sendero de matorrales de incienso y alhucema. Aquí huele a Liturgia--pensó.

La imagen de aquella playa, estremecida de cañas y redes, le trasportó a la memoria de aquel día santo y al corazón de aquel santo obispo que tanto representó para él, a los comienzos de su vida sacerdotal.

Aquel hombre le enseñó la excelsitud incomparable de la vida religiosa.

Había en Peñalosa un pastor llamado don Tomás que dejó el nombre de Cristo grabado en muchos corazones. Recién llegado al pueblo, su primer afán fue suscitar vocaciones y dotar al pueblo de sacerdotes santos. Era hombre recio y mortificado, de constante oración y muy alegre y muy pobre, que leía y estudiaba mucho y se postraba muchas horas en oración.

Gabriel lo conoció a orillas del mar de Peñalosa, frente a la Capilla de San Sebastián. Él estaba remendando redes con su padre, cuando el santo obispo pasó por allí, le llamó y él le siguió al instante.

--Tú serás mi primer seminarista.

Nunca olvidará el rato de oración frente al Señor Sacramentado en la capilla del mar, esa que estuvo consagrada al santo de las flechas desde mucho antes de ser edificada.

Era un torre neogótica levantada sobre un peñasco erguido en un sima bastante profunda, a la que se accedía por un estrecho camino de rocas en la bajamar. La Santa Misa sólo podía celebrarse observando el rito de las pleamares. Aquella gran hondonada marina, cuando subía la marea, se cubría totalmente de agua, y sólo se veía la iglesia y parte del camino. Cuando bajaba el mar la sima quedaba totalmente abierta, y un impresionante abismo aparecía rodeado por el mar.

Don Tomás la llamaba "la capilla de las conversiones".

--¡Tito, tito!-- su sobrino le llamaba desde la orilla.

Por fin llegó a la arena. Hacía un poco de frío porque era diciembre. Pero él siempre se dejaba la chaqueta negra abierta y no usaba abrigo.

--¡Tito!--estás todo lleno de alhucema.

--La planta preferida de tu padre--respondió él mientras besaba al niño.

--Bendíceme que te quiero!--le dijo su hermana Sofía, que le abotonó la chaqueta y le cerró el alzacuellos, y él la bendijo en la frente.

--Y tú, ¿quien eres, que no te conozco?--le dijo Gabriel al perro, que se le arrimaba--

--Es Murillo-dijo el niño--

--¿Y qué estábais buscando?--se me perdió la crucecita de oro, pero Murillo la encontró escarbando en la arena y se le enredó la cadena en la pata.

El camino bajaba y subía atravesando el Sendero de la Sangre.

Así se llamaba desde tiempo inmemorial el surco que floreció del Martirio, cuando crucificaron al joven patrón de Peñalosa en lo alto del Cerro, en esa peña donde se levanta hoy la ermita. Aquel lejano día lluvioso, el agua del cielo se mezcló con la sangre del joven mártir y descendió por todo el pedregoso peñasco seco, dejando un rastro de flores que ya nunca se marchitan.

Cuando llegaron arriba, el padre Gabriel cogió la maleta y el perro la olisqueaba.

--A Murillo le interesan sobre todo mis libros de teología--bromeó.

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