domingo, 29 de enero de 2012

De varias consideraciones sobre música litúrgica y sus transformaciones

En el curso del Cinquecento comienza la emancipación gradual de la música instrumental del imperio de la voz. Voz humana, instrumento. No hay contraposición, sino divergencia.

Con los instrumentos llega el descubrimiento de la disonancia extravagante, de los extensos y dilatados universos tímbricos, de las nuevas posibilidades armónicas.

El arte musical se desplaza desde las graves exigencias de la Liturgia de la Iglesia, hasta las nuevas motivaciones creadoras de la persona singular.

Del contrapunto a la armonía. La evolución es clara.

La música misma se ve envuelta en el problema de la Reforma. También a ella llegan desviaciones, errores, herejías. Es en el mundo cultural luterano donde suceden cambios más evidentes. En la Iglesia católica, revitalizada por la Contrarreforma, se produce un reverdecimiento de la Polifonía, coincidente con la Edad de oro de los místicos.

El arte sacro deja de tener su auténtica motivación al desgajarse de la Liturgia. Para ello, se da pie al uso de la lengua vernácula como en la música profana. Del templo a los teatros. Se preparan textos nuevos para cantar a coro, sencillos, procedentes del lied alemán, monódico; de los cantos populares, del coral de Juan Huss.

En general, la música polifónica protestante es triste, la posición polivocal sencilla, el sabor popular, presente. De la música vocal va desapareciendo, disolviéndose, la esencia polifónica, el contrapunto, desplazándose hacia el campo instrumental. Muestra de ello es la obra del gran Johann Sebastián Bach. La polifonía protestante encuentra su cumbre en la música instrumental.

La polifonía católica es litúrgica: es en la música vocal donde se desarrolla y culmina. El protestantismo desplaza el espíritu creador de la Iglesia al individuo y, para ello, debe ceder el mando al mundo libre de la música instrumental.

No ocurre lo mismo en la música de la Contrarreforma. ¡Qué exigencias y qué motivaciones suprapersonales impuso la Iglesia a su música! Nunca se ha visto en toda la historia de la música artistas tan originales, tan impetuosos, tan fecundos, plegarse de manera tan heroica y obediente a reglas, pautas y normas de creación, a exigencias formales tan elevadas, a motivaciones metafísicas tan potentes. ¡Cuántos frutos grandiosos del arte musical produjo esa obediencia! Qué seriedad y tristeza, sin embargo, la del individualismo subjetivista, desarrollado y desplegado ya a partir de entonces hasta nuestra época.

La Reforma impulsó el individualismo no sólo en el campo de la fe. También, consiguientemente, en el de la creación artística. El gran Siglo de Oro de la Polifonía Sacra española, coincidente con el impulso contrarreformista, es el gran momento de la motivación no individualista del espíritu creador. Cuando la gran motivación de un artista es encauzar sus impulsos creadores en pos de la Liturgia, las exigencias formales que impone a su creación se elevan hasta lo máximo, pues no compone para él, compone para la Iglesia, compone para celebrar eclesiásticamente el Sacrificio de Cristo en la Santa Misa.

En la música flamenca, el texto cantado era secundario, y quedaba ahogado por el virtuosismo melódico y contrapuntístico. La Iglesia corrigió este abuso individualista del espíritu creador y dispuso las bases para un arte polifónico en que la motivación religiosa plantea graves exigencias formales a los creadores: la Palabra de Dios debe quedar siempre en primer plano.

Muy distinto es que el listón de las exigencias formales lo establezca una institución divina, la Iglesia, a que lo establezca un individuo a partir de su solo criterio.

El estudio de los diversos estilos polifónicos debió de servir para clarificar las exigencias y discernir las motivaciones. Lo que se exige al músico, según el Concilio Tridentino, es dejar a un lado lo mundano, los modelos profanos de parodia, la austeridad melódica (también el ejemplo de vida, la austeridad de las costumbres);

que el texto sagrado sea claramente inteligible; rechazar el virtuosismo superficial, el adorno vano y vulgar de ciertas corrientes humanistas del renacimiento. Los efectos de estas exigencias ya lo sabemos: la depuración de la motivación creadora, que da lugar a piezas de gran rigor, de diamantina belleza, de acrisolada técnica, de cristalina pureza de intención y belleza sobrenatural. Palestrina, Victoria, Lasso, Guerrero, Morales, Lobo...

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